Chuck Berry - The Legend

viernes, 16 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 4 - VOLTAIRE

    CAPÍTULO VIII
  
De si los romanos han sido tolerantes

    Entre los antiguos romanos, desde Rómulo hasta los tiem­pos en que los cristianos se disputaron con los sacerdotes del imperio, no veréis un solo hombre perseguido por sus sentí­mientos. Cicerón1 dudó de todo, Lucrecio2 lo negó todo; y no se les hizo el más ligero reproche. La licencia llegó tan lejos que Plinio3 el naturalista empieza su libro negando a Dios y dicien­do que hay uno, que es el sol. Cicerón dice, hablando de los infiernos: "Non est anus tam excors quae credat: no hay ni una vieja imbécil que crea en ellos." Juvenal dice: "Nec pueri credunt (sáti­ra II, verso 152); los niños no creen en tal cosa." Se cantaba en el teatro de Roma: "Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil: no hay nada después de la muerte, la misma muerte no es nada." (Séne­ca4, Tróade; coro al final del segundo acto.) [...]
    El gran principio del senado y del pueblo romanos era: "Deorum offensae düs curae: sólo a los dioses corresponde ocu­parse de las ofensas hechas a los dioses." Aquel pueblo rey sólo pensaba en conquistar, en gobernar y civilizar al universo. Han sido nuestros legisladores y nuestros vencedores; y César, que nos dio cadenas, leyes y juegos, jamás quiso obligarnos a trocar nuestros druidas por él, por muy gran pontífice que fuese de una nación que nos dominaba.
    Los romanos no profesaban todos los cultos, no daban a todos la sanción pública; pero los permitieron todos. No tuvieron ningún objeto material de culto bajo el reinado de Numa, ni simu­lacros, ni estatuas; no tardaron en erigirlas a los dioses majorum gentium, que les dieron a conocer los griegos. La ley de las doce tablas, Deos peregrinos ne colunto, se reducía a no conceder culto público más que a las divinidades superiores aprobadas por el senado. Isis tuvo un templo en Roma, hasta que Tiberio lo mandó derribar cuando los sacerdotes del mismo, corrompidos por el dinero de Mundo, le hicieron acostarse en el templo, bajo el nom­bre del dios Anubis, con una mujer llamada Paulina. Bien es ver­dad que Josefo es el único que relata esta historia; no era contem­poráneo, pero sí crédulo y propenso a la exageración. Parece poco probable que en una época tan ilustrada como la de Tiberio, una mujer de la más elevada condición hubiese sido lo bastante estú­pida para creer que recibía los favores del dios Anubis.
    Pero sea verdadera o falsa esta anécdota, lo que hay de cierto es que la superstición egipcia había erigido un templo en Roma con el consentimiento público. Los judíos comerciaban en ella desde los tiempos de las guerras púnicas; tenían en la ciu­dad sinagogas desde los tiempos de Augusto y las conservaron casi siempre, lo mismo que en la Roma moderna. ¿Existe un mayor ejemplo de que la tolerancia estaba considerada por los romanos como la ley más sagrada de todo el derecho de gentes?
    Se nos dice que tan pronto como aparecieron los cristianos fueron perseguidos por aquellos mismos romanos que a nadie perseguían. Me parece evidente que este hecho es completa­mente falso; no quiero otra prueba que la del propio san Pablo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que al ser acusado san Pablo por los judíos de querer destruir la ley mosaica por Jesu­cristo, Santiago propuso a san Pablo que se hiciera afeitar la cabeza y fuera a hacerse purificar en el templo con cuatro judíos "para que todo el mundo sepa que todo lo que dicen de voso­tros es falso y seguís observando la ley de Moisés".
    Pablo, cristiano, fue pues a cumplir todas las ceremonias judaicas durante siete días; pero aún no habían transcurrido éstos cuando los judíos de Asia le reconocieron; y, al ver que había entrado en el templo, no sólo con judíos, sino con gentiles, gritaron que había habido profanación: fue apresado y conduci­do ante el gobernador Félix, y más tarde se apeló al tribunal de Festo. Los judíos en masa pidieron su muerte; Festo les respon­dió: "No es costumbre de los romanos condenar a un hombre hasta que el acusado tenga a sus acusadores delante y se le haya dado la libertad de defenderse" [Hechos, XXV, 1161].
    Estas palabras resultan tanto más notables en aquel magis­trado romano cuanto que parece no haber sentido la menor con­sideración hacia san Pablo; y no haber experimentado más que desprecio hacia él: engañado por las falsas luces de su razón, le tomó por loco; le dijo a él mismo que estaba demente: Multae te litterae ad insaniam convertunt (las muchas letras te han trastor­nado el juicio). Festo, por lo tanto, no escuchó más que a la equi­dad de la ley romana al dar su protección a un sospechoso des­conocido al que no podía apreciar. [...]
    Los primeros cristianos no tenían, sin duda, nada que diri­mir con los romanos; no tenían más enemigos que los judíos, de los que empezaban a separarse. Sabido es el odio implacable que sienten todos los sectarios hacia aquellos que abandonan su secta. Hubo indudablemente tumultos en las sinagogas de Roma. Suetonio dice en la Vida de Claudio (cap. XXV): Judaeos, impulsare Christo assidue tumultuantes, Roma expulit (Roma arrojó con frecuencia a los sediciosos hebreos, siendo Cristo el instiga­dor). Se engañaba al decir que era a instigación de Cristo: no podía conocer los detalles de un pueblo tan despreciado en Roma como era el pueblo judío; pero no se equivocaba sobre el motivo de aquellas disputas. Suetonio escribía en tiempos de Adriano, en el siglo II; los cristianos no se distinguían entonces de los judíos a los ojos de los romanos. El pasaje de Suetonio hace ver que los romanos, lejos de oprimir a los primeros cris­tianos, reprimían entonces a los judíos que los perseguían. Que­rían que la sinagoga de Roma tuviese para con aquellos herma­nos separados la misma indulgencia que el Senado tenía para con ella, y los judíos expulsados no tardaron en volver; alcanza­ron incluso honores, a pesar de las leyes que los excluían de ellos; nos lo cuentan Dion Casio y Ulpiano. ¿Es posible que des­pués de la ruina de Jerusalén los emperadores prodigasen dig­nidades a los judíos y que, en cambio, persiguiesen, entregasen a los verdugos y arrojasen a las fieras a unos cristianos que esta­ban considerados como una secta de los judíos?
    Se dice que Nerón los persiguió. Tácito nos cuenta que fue­ron acusados del incendio de Roma y abandonados al furor del pueblo. ¿Se trataba de su creencia en tal acusación? No, sin duda. ¿Diríamos que los chinos, a los que los holandeses dego­llaron hace algunos años, en los suburbios de Batavia, fueron inmolados a la religión? Por mucho que deseemos equivocar­nos, es imposible atribuir a la intolerancia el desastre ocurrido en el reinado de Nerón a unos cuantos desgraciados semijudíos y semicristianos.
VOLTAIRE

 1 Marco-Tulio Cicerón (106-43 a.C.), político romano cuya elocuencia se ha hecho legen­daria. En materia filosófica se mostraba par­tidario del eclecticismo, es decir, tomaba lo que consideraba mejor de las distintas escue­las griegas. Como seguidor de la Nueva Aca­demia de Carnéades, mantenía que no era posible alcanzar ningún conocimiento abso­lutamente cierto y que debíamos contentar­nos con la convicción práctica basada en una mayor probabilidad. En su Diccionario filosófi­co, Voltaire alaba la figura de Cicerón ensal­zando un escrito suyo, el Tratado de los oficios, al que califica como "el libro más útil que se ha escrito desde un punto de vista moral".
 2 Tito Lucrecio Caro (98-55 a.C.), poeta y filósofo romano que ha pasado a la historia del pensamiento como el autor de Sobre la naturaleza de las cosas, poema didáctico donde se comenta la doctrina filosófica de Epicuro. El propósito que anima esta obra es liberar al hombre del complejo de culpa y del miedo a la muerte, demostrando que todo cuanto sucede obedece a leyes mecánicas no regidas por ninguna providencia.
 3 Plinio el Viejo (23-79 a.C.), cuya fascina­ción por estudiar la naturaleza le provocó la muerte, al acercarse demasiado a la erupción volcánica del Vesubio para observarla mejor. Se ha conservado su grandiosa Historia natu­ral, a cuyo comienzo se refiere aquí Voltaire.
 4 La obra que más nos interesa de Lucio Anneo Séneca (55 a.C - 37/41 d.C.) son las Epístolas morales dirigidas a su amigo Lucilio.

4 comentarios:

Sirgatopardo dijo...

El gran principio del senado y del pueblo romanos era: "Deorum offensae düs curae: sólo a los dioses corresponde ocu­parse de las ofensas hechas a los dioses."

Ahora entiendo para sirve nuestro Senado...

Juan Nadie dijo...

Nuestro Senado no sirve para nada. El romano sí servía hasta que se lo empezaron a cargar (a partir de César y los emperadores que vinieron después) y quedó en cosa testimonial.

carlos perrotti dijo...

Y por aquí ni te cuento... Tan triste. Pero me alegra Voltaire.

Juan Nadie dijo...

No sé si llegaremos a tener entre todos tantas habas para cocer.

Voltaire alegra, sí, porque es la luz, la razón (siglo XVIII francés). Aunque no se esté totalmente de acuerdo con todo lo que dice, abrió un camino por donde irremediablemente ha transitado desde entoces la civilización occidental, con todas las zancadillas y los pasos de cangrejo que quieras, pero...