Chuck Berry - The Legend

viernes, 30 de enero de 2015

¿POR QUÉ NO SOY CRISTIANO?/ 3 - BERTRAND RUSSELL


    [...] En todas las fases de la educación, la influencia de la superstición es desastrosa. Un cierto porcentaje de niños tiene el hábito de pensar; uno de los fines de la educación es curarlos de dicho hábito. Las preguntas inconvenientes tropiezan con el silencio o con el castigo. La emoción colectiva se emplea para inculcar ciertas creencias, especialmente nacionalistas. Los capitalistas, militaristas y eclesiásticos cooperan en la educación, porque todos dependen para su poder del prevalecimiento del emocionalismo y de la rareza del juicio crítico. [...]
    La vida no debe ser regulada con exceso ni metódica; nuestros impulsos, cuando no son positivamente destructores o dañinos para los demás, deben tener en lo posible un libre juego; es necesario que haya lugar para la aventura. [...]
    El Obispo pasa a argüir que «el universo ha sido hecho y está gobernado por un propósito inteligente» y que sería una falta de inteligencia el haber hecho al hombre para que pereciera. Hay muchas respuestas a este argumento. En primer lugar, se ha hallado, en la investigación científica de la Naturaleza, que la intrusión de valores estéticos o morales, ha sido siempre un obstáculo para el descubrimiento. Solía pensarse que los cuerpos' celestes tenían que moverse en círculos, porque el circulo es la curva más perfecta; que las especies tenían que ser inmutables, porque Dios sólo creaba lo perfecto y, por lo tanto, no había necesidad de mejora; que no debían combatirse las epidemias como no fuera mediante el arrepentimiento, porque eran un castigo del pecado, etc. La naturaleza es indiferente a nuestros valores, y sólo puede ser entendida ignorando nuestros conceptos del bien y del mal. El universo puede tener un fin, pero nada de lo que nosotros sabemos sugiere que, de ser así, ese propósito tiene alguna semejanza con los nuestros.
    El nuevo conocimiento es la causa de los cambios económicos y psicológicos que hacen nuestra época a la vez difícil e interesante. Antiguamente, el hombre estaba sometido a la naturaleza: a la naturaleza animada: a la naturaleza inanimada, con respecto al clima y a la fecundidad de las cosechas; a la naturaleza humana, con respecto a los impulsos ciegos que le impulsaban a procrear y a combatir. El sentimiento de impotencia resultante era utilizado por la religión para transformar el miedo en deber y la resignación en virtud. El hombre moderno, del cual aún sólo existen pocas muestras, tiene un criterio diferente. El mundo material no es para él algo que se acepta con agradecimiento o con oraciones de súplica: es la materia prima para su manipulación científica. Un desierto es un lugar al cual hay que llevar agua; una comarca pantanosa donde hay malaria es un lugar que hay que desecar. Ni al uno ni a la otra se permite el mantenimiento de su hostilidad natural hacia el hombre, ya que en nuestra lucha con la naturaleza física no tenemos necesidad de Dios para que nos ayude contra Satán. Lo que quizás no se aprecia tanto es que ha comenzado un cambio esencialmente parecido con respecto a la naturaleza humana. Se ha puesto en claro que, mientras el individuo puede tener dificultad en alterar deliberadamente su carácter, el psicólogo, si se le deja actuar con libertad en los niños, puede manipular la naturaleza humana con la misma libertad con que los californianos manipulan el desierto. Ya no es Satán quien hace el pecado, sino el desequilibrio glandular y el medio desfavorable. Quizás en este punto el lector esperará una definición del pecado. Sin embargo, esto no tiene dificultad: pecado es lo que desagrada a los que dirigen la educación. [...]
BERTRAN RUSSELL

Continuará...

miércoles, 28 de enero de 2015

¿POR QUÉ NO SOY CRISTIANO?/ 2 - BERTRAND RUSSELL


    [...] Ahora, ¿qué es el "vicio" en la práctica? En la práctica es una clase de conducta que disgusta al rebaño. Llamándola vicio y elaborando un complicado sistema ético en torno de este concepto, el rebaño se justifica al castigar a los objetos de su disgusto, mientras que, ya que el rebaño es virtuoso por definición, pone de relieve su propia estimación en el preciso momento en que libera sus impulsos de crueldad. Esta es la psicología del linchamiento, y de los demás modos en que se castiga a los criminales. La esencia del concepto de virtud reside, por lo tanto, en proporcionar una salida al sadismo, disfrazando de justicia la crueldad.
    El concepto de virtud de la Iglesia es socialmente indeseable en diversos aspectos; el primero y principal por su menosprecio de la inteligencia y de la ciencia. Este defecto es heredado de los Evangelios. Cristo nos dice que nos hagamos como niños, pero los niños no pueden entender el cálculo diferencial, los principios monetarios, o los métodos modernos de combatir la enfermedad. El adquirir tales conocimientos no forma parte de nuestro deber, según la Iglesia. La Iglesia ya no sostiene que el conocimiento es en sí pecaminoso, aunque lo hizo en sus épocas de esplendor; pero la adquisición de conocimiento, aun no siendo pecaminosa, es peligrosa, ya que puede llevar al orgullo del intelecto y por lo tanto a poner en tela de juicio el dogma cristiano. [...]
    Con nuestra actual técnica industrial podemos, si queremos, proporcionar una existencia tolerable a todo el mundo. Podríamos asegurar también que fuera estacionaria la población del mundo, si no lo impidiera la influencia política de las Iglesias que prefieren la guerra, la peste y el hambre a la contraconcepción. Existe el conocimiento para asegurar la dicha universal; el principal obstáculo a su utilización para tal fin es la enseñanza de la religión. La religión impide que nuestros hijos tengan una educación racional; la religión impide suprimir las principales causas de la guerra; la religión impide enseñar la ética de la cooperación científica en lugar de las antiguas doctrinas del pecado y el castigo. Posiblemente la humanidad se halla en el umbral de una edad de oro; pero, si es así, primero será necesario matar el dragón que guarda la puerta, y este dragón es la religión. [...]
    Yo creo que cuando muera me descompondré y no sobrevivirá nada de mi ego. No soy joven, y amo la vida. Pero despreciaría el temblar de terror ante el pensamiento de la aniquilación. La dicha es igualmente verdadera aunque tenga que tener un fin, y el pensamiento y el amor no pierden su valor porque no sean eternos. Muchos hombres se han mostrado orgullosos en el patíbulo; seguramente el mismo orgullo puede enseñarnos a pensar realmente en el lugar del hombre en el mundo. [...]
BERTRAND RUSSELL

Continuará...

lunes, 26 de enero de 2015

¿POR QUÉ NO SOY CRISTIANO?/ 1 - BERTRAND RUSSELL


    [...] La religión se basa, principalmente, a mi entender, en el miedo. Es en parte el miedo a lo desconocido, y en parte, como dije, el deseo de pensar que se tiene un hermano mayor que va a defenderlo a uno en todas sus cuitas y disputas. El miedo es la base de todo: el miedo de lo misterioso, el miedo de la derrota, el miedo de la muerte. El miedo es el padre de la crueldad y, por lo tanto, no es de extrañar que la crueldad y la religión vayan de la mano. Se debe a que el miedo es la base de estas dos cosas.
    La ciencia puede ayudarnos a librarnos de ese miedo cobarde en el cual la humanidad ha vivido durante tantas generaciones. La ciencia puede enseñarnos a no buscar ayudas imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino más bien a hacer con nuestros esfuerzos que este mundo sea un lugar habitable, en lugar de ser lo que han hecho de él las iglesias en todos estos siglos. [...]
    Todo el concepto de Dios es un concepto derivado del antiguo despotismo oriental. Es un concepto indigno de los hombres libres. Cuando se oye en la iglesia a la gente humillarse y proclamarse miserables pecadores, etc., parece algo despreciable e indigno de seres humanos que se respetan. Debemos mantenernos de pie y mirar al mundo a la cara. Tenemos que hacer el mundo lo mejor posible, y si no es tan bueno como deseamos, después de todo será mejor que lo que esos otros han hecho de él en todos estos siglos. Un mundo bueno necesita conocimiento, bondad y valor; no necesita el pesaroso anhelo del pasado, ni el aherrojamiento de la inteligencia libre mediante las palabras proferidas hace mucho por hombres ignorantes. Necesita un criterio sin temor y una inteligencia libre. [...]
    Mi opinión acerca de la religión es la de Lucrecio. La considero como una enfermedad nacida del miedo, y como una fuente de indecible miseria para la raza humana. No puedo, sin embargo, negar que ha contribuido en parte a la civilización. Primitivamente ayudó a fijar el calendario, e hizo que los sacerdotes egipcios escribieran la crónica de los eclipses con tal cuidado que con el tiempo pudieron predecirlos. Estoy dispuesto a reconocer estos dos servicios, pero no conozco otros. [...]
    Lo que se aplica al cristianismo es igualmente cierto en el budismo. Buda era bondadoso y esclarecido; en su lecho de muerte se reía de sus discípulos porque creían que era inmortal. Pero los sacerdotes budistas —como existen en el Tibet, por ejemplo—, han sido obscurantistas, tiranos y crueles en el más alto grado. No hay nada accidental en esta diferencia entre la Iglesia y su Fundador. En cuanto la absoluta verdad se supone contenida en los dichos de un cierto hombre, hay un cuerpo de expertos que interpretan lo que dice, y estos expertos infaliblemente adquieren poder, ya que tienen la clave de la verdad. Como cualquier otra casta privilegiada, emplean el poder en beneficio propio. Sin embargo, son, en un respecto, peores que cualquier otra casta privilegiada, ya que su misión es difundir una verdad invariable, revelada de una vez para siempre en toda su perfección, de forma que se hacen necesariamente contrarios a todo progreso intelectual y moral. La Iglesia combatió a Galileo y a Darwin; en nuestra época combate a Freud. [...]
  El argumento cristiano usual es que el sufrimiento del mundo es una purificación del pecado, y, por lo tanto, una cosa buena. Este argumento es, claro está, sólo una racionalización del sadismo; pero en todo caso es un argumento pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a que se acompañase a la sala de niños de un hospital, a que presenciase los sufrimientos que padecen allí, y luego a insistir en la afirmación de que esos niños están tan moralmente abandonados que merecen lo que sufren. Con el fin de afirmar esto, un hombre tiene que destruir en él todo sentimiento de piedad y compasión. Tiene, en resumen, que hacerse tan cruel como el Dios en quien cree. Ningún hombre que cree que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien, puede mantener intactos sus valores éticos, ya que siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria. [...]
   Las objeciones a la religión son de dos clases, intelectuales y morales. La objeción intelectual consiste en que no hay razón para suponer que hay alguna religión verdadera; la objeción moral es que los preceptos religiosos datan de una época en que los hombres eran más crueles de lo que son ahora y, por lo tanto, tienden a perpetuar inhumanidades que la conciencia moral de la época habría superado de no ser por la religión. [...]
   La Iglesia ha destacado la persecución de los cristianos por el Estado Romano antes de Constantino. Sin embargo, esta persecución fue ligera, intermitente y totalmente política. En toda época, desde la de Constantino a fines del siglo XVII, los cristianos fueron mucho más perseguidos por otros cristianos de lo que lo fueron por los emperadores romanos. Antes del cristianismo, esta actitud de persecución era desconocida en el viejo mundo, excepto entre los judíos. Si se lee, por ejemplo, a Heródoto, se halla un relato tolerante de las costumbres de las naciones extranjeras que visitó.
    Es cierto que el cristiano moderno es menos severo, pero ello no se debe al cristianismo; se debe a las generaciones de librepensadores que, desde el Renacimiento hasta el día de hoy, han avergonzado a los cristianos de muchas de sus creencias tradicionales. Es divertido oír al moderno cristiano decir lo suave y racionalista que es realmente el cristianismo, ignorando el hecho de que toda su suavidad y racionalismo se debe a las enseñanzas de los hombres que en su tiempo fueron perseguidos por los cristianos ortodoxos. Hoy nadie cree que el mundo fue creado en el año 4004 a. de J. C-, pero no hace mucho el escepticismo acerca de ese punto se consideraba un crimen abominable. Mi tatarabuelo, después de observar la profundidad de la lava de las laderas del Etna, llegó a la conclusión de que el mundo tenía que ser más viejo de lo que suponían los ortodoxos, y publicó su opinión en un libro. Por este crimen fue lanzado al ostracismo. Si se hubiera tratado de un hombre de posición más humilde, su castigo habría sido indudablemente más severo. No es ningún mérito de los ortodoxos que no crean ahora en los absurdos en que se creía hace 150 años. La mutilación gradual de la doctrina cristiana ha sido realizada a pesar de su vigorosísima resistencia, y sólo como resultado de los ataques de los librepensadores. [...]
    Indudablemente, la fuente más importante de la religión es el miedo; esto se puede ver hasta el día de hoy, ya que cualquier cosa que despierta alarma suele volver hacia Dios los pensamientos de la gente. La guerra, la peste y el naufragio tienden a hacer religiosa a la gente. Sin embargo, la religión tiene otras motivaciones aparte del terror; apela especialmente a la propia estimación humana. Si el cristianismo es verdadero, la humanidad no está compuesta de lamentables gusanos como parece; el hombre interesa al Creador del universo, que se molesta en complacerse cuando el hombre se porta bien y en enojarse cuando se porta mal. Esto es un cumplido importante. [...]
BERTRAND RUSSELL

Continuará...

PRINCIPIOS DE RECONSTRUCCIÓN SOCIAL (Fragmentos) - BERTRAND RUSSELL


Los hombres temen al pensamiento más de lo que temen a cualquier otra cosa del mundo; más que a la ruina, incluso más que a la muerte.
El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría del pasado.
Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo. Es el miedo el que detiene al hombre, miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto.
¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos?
¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?
¡Fuera el pensamiento!
¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!
Es mejor que los hombres sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.
Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades.
De Principles of Social Reconstruction - Londres, 1916
BERTRAND RUSSELL

sábado, 24 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ y 8 - VOLTAIRE



CAPÍTULO XXIV

Post scriptum

    Mientras trabajábamos en esta obra con el único objeto de hacer a los hombres más compasivos y más dulces, otro hombre escribía con un objeto contrario: porque cada cual tiene su opi­nión. Ese hombre hacía imprimir un pequeño código de perse­cución, titulado Acuerdo de la religión y de la humanidad1 (es una falta del impresor: léase de la inhumanidad).
    El autor del santo libelo se apoya en san Agustín, quien, después de haber predicado la dulzura, predicó finalmente la persecución, habida cuenta que era entonces el más fuerte y que cambiaba a menudo de opinión. Cita también al obispo de Meaux, Bossuet, que persiguió al célebre Fénelon, arzobispo de Cambrai, culpable de haber impreso que Dios vale bien la pena de que se le ame por sí mismo.
    Bossuet era elocuente, lo confieso; el obispo de Hipona, a veces inconsecuente, era más diserto de lo que lo son los demás africanos, también lo reconozco; pero me tomaré la libertad de decir al autor de ese santo libelo, con Armande, en Las mujeres sabias: Quand sur une personne on pretend se régler, / C'est par les beaux cotés qu'il faut ressembler (acto I, escena I) (Cuando a una persona pretendemos imitar, / es a sus facetas buenas a las que debemos parecernos). [...]
    El autor del santo libelo sobre la inhumanidad no es un Bossuet ni un Agustín; me parece muy propio para hacer un excelente inquisidor; quisiera que estuviese en Goa al frente de ese hermoso tribunal. Es, además, hombre de Estado y expone grandes principios de política. "Si hay en vuestro país, dice, muchos heterodoxos, respetadlos, persuadidlos; si sólo hay un pequeño número, utilizad el patíbulo y las galeras y os irá muy bien"; esto es lo que aconseja en las páginas 89 y 90.
    A Dios gracias, soy buen católico, no tengo por qué temer lo que los hugonotes llaman el martirio; pero si ese hombre llega alguna vez a ser primer ministro, de lo que parece presumir en su libelo, le advierto que salgo para Inglaterra el día que obten­ga su cédula de nombramiento.
    Mientras tanto no puedo por menos que dar las gracias a la Providencia por permitir que las personas de su especie sean siempre malos razonadores. Llega al extremo de citar a Bayle entre los partidarios de la intolerancia: la cosa es sabia y hábil; y del hecho de que Bayle reconozca que hay que castigar a los fac­ciosos y a los pillos, nuestro hombre saca la consecuencia de que hay que perseguir a sangre y fuego a las gentes de buena fe que son pacíficas.
    Casi todo su libro es una imitación de la Apología de la jor­nada de San Bartolomé2. Es este apologista o su eco. En uno u otro caso hay que esperar que ni el maestro ni el discípulo lle­guen a gobernar el Estado.
    Pero si sucede que sean los amos, les presento desde lejos esta demanda, referente a dos líneas de la página 93 del santo libelo:
    "¿Hay que sacrificar a la felicidad de la vigésima parte de la nación la felicidad de la nación entera?"
    Suponiendo que, en efecto, haya veinte católicos romanos en Francia contra un hugonote, no pretendo que el hugonote se coma a los veinte católicos; pero también ¿por qué esos veinte católicos se comerían a aquel hugonote, y por qué impedir casarse al mismo? ¿No hay obispos, curas, frailes, que poseen tierras en el Delfinado, hacia Agde, en el Gevaudan, por Carca­sona? Esos obispos, esos curas, esos monjes ¿no tienen granjeros que tienen la desgracia de no creer en la transustanciación? ¿No interesa a los obispos, a los curas, a los monjes y al público que esos granjeros tengan una abundante familia? ¿Sólo a aquellos que comulguen en una sola especie les será permitido engen­drar hijos? En verdad tal cosa no es ni justa ni honrada. [...]
    El santo autor termina finalmente concluyendo que la into­lerancia es una cosa excelente, "porque no ha sido -dice- con­denada expresamente por Jesucristo". Pero Jesucristo tampoco ha condenado a los que prendiesen fuego a París por los cuatro costados; ¿es ésta una razón para canonizar a los incendiarios?
    Así pues, cuando la naturaleza deja oír por un lado su voz dulce y bienhechora, el fanatismo, ese enemigo de la naturaleza, pone el grito en el cielo; y cuando la paz se presenta a los hom­bres, la intolerancia forja sus armas. ¡Oh vos, árbitro de las naciones, que habéis dado la paz a Europa, decidid entre el espí­ritu pacífico y el espíritu homicida!

CAPITULO XXV

Continuación y conclusión

    [...] La naturaleza dice a todos los hombres:
    "Os he hecho nacer a todos débiles e ignorantes, para vegetar unos minutos sobre la tierra y abonarla con vuestros cadáveres. Puesto que sois débi­les, socorreos mutuamente; puesto que sois ignorantes, ilustraos y ayudaos mutuamente. Aunque fueseis todos de la misma opi­nión, lo que seguramente jamás sucederá, aunque no hubiese más que un solo hombre de distinta opinión, deberíais perdonarle: porque soy yo la que le hace pensar como piensa. Os he dado brazos para cultivar la tierra y un pequeño resplandor de razón para guiaros; he puesto en vuestros corazones un germen de compasión para que os ayudéis los unos a los otros a sopor­tar la vida. No ahoguéis ese germen, no lo corrompáis, sabed que es divino, y no sustituyáis la voz de la naturaleza por los miserables furores de escuela.
    Soy yo sola la que os une a pesar vuestro por vuestras mutuas necesidades, incluso en medio de vuestras crueles gue­rras con tanta ligereza emprendidas, eterno teatro de los errores, de los azares y de las desgracias. Soy yo sola la que, en una nación, detiene las consecuencias funestas de la división inter­minable entre la nobleza y la magistratura, entre esos dos esta­mentos y el clero, incluso entre los burgueses y los campesinos. Ignoran todos los límites de sus derechos; pero todos escuchan a pesar suyo, a la larga, mi voz que habla a su corazón. Yo sola conservo la equidad en los tribunales, en donde todo sería entregado sin mí a la indecisión y al capricho, en medio de un montón confuso de leyes hechas a menudo al azar y para unas necesidades pasajeras, diferentes entre ellas de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, y casi siempre contradictorias entre sí en el mismo lugar. Yo sola puedo inspirar la justicia, mientras que las leyes sólo inspiran los embrollos. El que me escucha juzga siempre bien; y el que sólo busca conciliar opi­niones que se contradicen es el que se extravía.
    Hay un edificio inmenso cuyos cimientos he puesto con mis manos: era sólido y sencillo, todos los hombres podían entrar en él con seguridad; han querido añadirle los ornamentos más extraños, más toscos, más inútiles; el edificio cae en ruinas por los cuatro costados; los hombres recogen las piedras y se las tiran a la cabeza; les grito: Deteneos, apartad esos escombros funestos que son obra vuestra y habitad conmigo en paz en mi edificio inconmovible."
VOLTAIRE

 1 La obra en cuestión lleva por título Acuer­do entre la humanidad y la religión sobre la into­lerancia, data de 1762 y fue publicada por el abate de Malvaux.
 2 El personaje al que alude aquí Voltaire no podía ser sino un clérigo. Se trata del abate de Caveyrac, autor de una Apología de Luis XIV sobre la revocación del Edicto de Nantes, con una disertación sobre la jornada de San Bartolomé (1758).

jueves, 22 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 7 - VOLTAIRE


CAPÍTULO XXII

De la tolerancia universal

    No se necesita mucho arte, ni una elocuencia muy rebus­cada para demostrar que los cristianos deben tolerarse unos a otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hom­bres como hermanos nuestros. ¡Cómo! ¿El turco hermano mío? ¿El chino mi hermano? ¿El judío? ¿El siamés? Sí, sin duda; ¿no somos todos hijos del mismo Padre, criaturas del mismo Dios?
    ¡Pero esos pueblos nos desprecian; nos tratan de idólatras! ¡Pues bien! Les diré que hacen mal. Me parece que podría hacer vacilar por lo menos la orgullosa testarudez de un imán o de un sacerdote budista si les hablase poco más o menos así:
    "Este pequeño globo, que no lo es, rueda en el espacio, lo mismo que tantos otros globos; estamos perdidos en esa inmen­sidad. El hombre, de una estatura aproximada de cinco pies, es seguramente poca cosa en la creación. Uno de esos seres imper­ceptibles dice a algunos de sus vecinos, en Arabia o en Cafrería: 'Escuchadme, porque el Dios de todos esos mundos me ha ilu­minado: hay novecientos millones de pequeñas hormigas como nosotros en la tierra, pero sólo mi hormiguero es grato a Dios; todos los otros le son odiosos desde la eternidad; únicamente mi hormiguero será feliz, todos los demás serán eternamente des­graciados.'
    Entonces me interrumpirían y me preguntarían quién es el loco que ha dicho semejante tontería. Me vería obligado a res­ponderles: 'Vosotros mismos.' Luego trataría de aplacarlos; pero sería muy difícil.
    Hablaría ahora a los cristianos y osaría decir, por ejemplo, a un dominico inquisidor de la fe: 'Hermano mío, sabéis que cada provincia de Italia tiene su propio dialecto y que no se habla en Venecia o en Bérgamo como en Florencia. La Academia de la Crusca ha fijado la lengua; su diccionario es una regla de la que no hay que apartarse y la Gramática de Buonmattei es un guía infalible que hay que seguir; ¿pero creéis que el cónsul de la Aca­demia, y en su ausencia Buonmattei, habrían podido en concien­cia hacer cortar la lengua a todos los venecianos y a todos los ber­gamascos que hubiesen persistido en hablar su jerga?'
    El inquisidor me responde: 'Hay mucha diferencia; se trata aquí de la salvación de vuestra alma; es por vuestro bien por lo que el directorio de la Inquisición ordena que se os deten­ga por la declaración de una sola persona, aunque sea infame y reincidente de la justicia; que no tengáis abogado que os defien­da; que el nombre de vuestro acusador ni siquiera os sea cono­cido; que el inquisidor os prometa gracia y luego os condene; que os aplique cinco torturas diferentes y que luego seáis azota­do, condenado a galeras o quemado solemnemente1. El padre Ivonet, el doctor Cuchalon, Zanchinus, Campegius, Roias, Fely­nus, Gomarus, Diabarus, Gemelinus son terminantes y esta pia­dosa práctica no tolera contradicción.'
    Yo me tomaría la libertad de contestarle: 'Hermano mío, tal vez tengáis razón; estoy convencido del bien que queréis hacerme; ¿pero no podría ser salvado sin todo esto?'
    Es cierto que esos absurdos horrores no manchan todos los días la faz de la tierra; pero han sido frecuentes y se formaría fácilmente con ellos un volumen mucho más grueso que los Evangelios que los reprueban. [...]
    Veo a todos los muertos de los siglos pasados y del nues­tro comparecer ante su presencia. ¿Estáis seguros de que nues­tro Creador y nuestro Padre dirá al sabio y virtuoso Confucio, al legislador Solón, a Pitágoras2, a Zaleuco, a Sócrates, a Platón, a los divinos Antoninos, al buen Trajano, a Tito, las delicias del género humano, a Epicteto3, a tantos otros hombres, modelos de los hombres: ¡id, monstruos, id a sufrir unos castigos infini­tos en intensidad y duración; que vuestro suplicio sea eterno como yo! Y vosotros, mis bien amados Jean Chátel, Ravaillac, Damiens, Cartouche4, etc., que habéis muerto dentro de las fór­mulas prescritas, compartid para siempre a mi derecha mi imperio y mi felicidad?"
    Retrocedéis horrorizados ante estas palabras; y, después de habérseme escapado, no tengo nada más que deciros.
VOLTAIRE

 1 Para ilustrar todo esto, Voltaire mismo recomienda una obra del abad André More­llet (1727-1819): El manual para inquisidores utilizado por las Inquisiciones de España y Por­tugal (1762).
 2 Pitágoras, filósofo y místico griego del siglo vi a.C. Aunque, al igual que Sócrates, no escribió libro alguno, sus doctrinas ejercieron un enorme influjo al ser propaladas por innumerables discípulos, hasta el punto de convertir al maestro en una figura legendaria y algo misteriosa. Con arreglo a su teoría de la metempsicosis o transmigración de las almas, las opciones de la conducta presente sentenciarían cuál será nuestra próxima reen­carnación. Su interés por las matemáticas queda testimoniado por el teorema que lleva su nombre. Para la escuela pitagórica los números encierran todas las claves del uni­verso y el estudio de las proporciones musi­cales, astronómicas o numéricas es lo único que puede arrojar alguna luz sobre los enig­mas planteados por la naturaleza.
 3 Epicteto (50-120), filósofo estoico que nació esclavo y fue libertado por el secretario de Nerón. Sus reflexiones tuvieron una gran influencia en el emperador Marco Aurelio. Quiso vulgarizar el estoicismo y demostrar que todos los hombres han de ser tratados como hermanos e iguales.
 4 Tras haber enumerado a filósofos, legisla­dores y gobernantes de pro, Voltaire nos da una nómina de malhechores. El denominador común de casi todos ellos es haber atentado contra un rey, a excepción de Cartouche, un célebre bandido de la época. Jean Châtel intentó asesinar a Enrique IV en 1594, empe­ño que cumpliría con éxito Ravaillac algunos años más tarde; por su parte, Louis Domini­que atentó contra la vida de Luis XV en 1757.

Continuará...

martes, 20 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 6 - VOLTAIRE



CAPÍTULO XX

De si es útil mantener al pueblo en la superstición

    La superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía: la hija muy loca de una madre muy cuerda. Estas dos hijas han subyugado mucho tiempo toda la tierra.
    Cuando, en nuestros siglos de barbarie, había apenas dos señores feudales que tuviesen en sus castillos un Nuevo Testa­mento, podía ser disculpable ofrecer fábulas al vulgo, es decir a esos señores feudales, a sus estúpidas mujeres y a los brutos de sus vasallos: se les hacía creer que san Cristóbal había trans­portado al Niño Jesús de una a otra orilla de un río; se les ati­borraba de historias de brujas y posesos; imaginaban sin difi­cultad que san Genol curaba la gota y santa Clara las enfermedades de la vista. Los niños creían en los fantasmas y los padres en el cordón de san Francisco. La cantidad de reli­quias era innumerable.
    La herrumbre de tantas supersticiones ha subsistido toda­vía algún tiempo en los pueblos, incluso después de que la reli­gión se depuró. Sabido es que cuando el Señor de Noailles, obis­po de Chálons, mandó quitar y arrojar al fuego la pretendida reliquia del santo ombligo de Jesucristo, la ciudad entera de Châlons le hizo un proceso; pero el obispo tuvo tanto valor como piedad y no tardó en convencer a los habitantes de la Champaña que se podía adorar a Jesucristo en espíritu y en ver­dad sin tener su ombligo en una iglesia.
    Los llamados jansenistas contribuyeron no poco a desa­rraigar insensiblemente en el alma de la nación la mayor parte de las falsas ideas que deshonraban a la religión cristiana. [...]
    Los frailes se han asombrado de que sus santos ya no hagan milagros; y si los autores de la Vida de san Francisco Javier volviesen al mundo, no se atreverían a escribir que este santo resucitó a nueve muertos, que estuvo al mismo tiempo en la tierra y en el mar y que, habiendo caído al mar su crucifijo, un cangrejo se lo devolvió.
    Lo mismo ha sucedido con las excomuniones. Nuestros historiadores nos cuentan que cuando el rey Roberto fue exco­mulgado por el papa Gregorio V por haberse casado con la prin­cesa Berta, su comadre, sus criados arrojaban por las ventanas los manjares que se habían servido al rey, y que la reina Berta dio a luz una oca en castigo de aquel matrimonio incestuoso. Se duda hoy día que los maestresalas de un rey de Francia exco­mulgado arrojasen su cena por la ventana y que la reina trajese al mundo un ansarón en semejante oportunidad. [...]
    La razón penetra día a día en Francia, tanto en las tiendas de los comerciantes como en las mansiones de los seño­res. Hay pues que cultivar los frutos de esta razón, tanto más cuanto que es imposible impedirles que nazcan. No se puede gobernar a Francia, después de haber recibido las luces de los Pascal1, los Nicole, los Arnaud, los Bossuet, los Descartes2, los Gassendi, los Bayle3, los Fontenelle, etc., como se la gobernaba en tiempos de los Garasse y los Menot.
    Si los maestros de los errores, quiero decir los grandes maestros, tanto tiempo pagados y cubiertos de honores por embrutecer al género humano, ordenasen hoy día creer que el grano debe pudrirse para germinar; que la tierra está inmóvil en sus cimientos, que no gira alrededor del sol; que las mareas no son un efecto natural de la gravitación, que el arco iris no está formado por la refracción y la reflexión de los rayos de la luz, etc., y si se basasen para ello en pasajes mal comprendi­dos de las Sagradas Escrituras para justificar sus órdenes, ¿cómo serían mirados por todos los hombres instruidos? ¿La palabra bestias sería demasiado fuerte? ¿Y si esos sabios maes­tros empleasen la fuerza y la persecución para hacer reinar su insolente ignorancia, el término de bestias feroces sería inade­cuado? [...]
VOLTAIRE

1 Blaise Pascal (1632-1662), filósofo, teólogo y matemático francés, conocido sobre todo por sus Pensamientos, publicados póstuma­mente en el año 1670. En el ámbito de las matemáticas alumbró los rudimentos del cálculo de probabilidades. Este razonamien­to probabilístico sustenta su célebre «apues­ta». Según Pascal, debemos apostar a favor de la existencia de Dios para ganar nada menos que una felicidad eterna; el juego en cuestión, que tampoco podemos eludir al hallarnos embarcados en él, difícilmente podría resultarnos más ventajoso en térmi­nos probabilísticos, por cuanto sólo arriesga­mos un bien finito (los placeres propios de un libertino) en aras de uno infinito (una dicha escatológica e ilimitada). Mostrándose cohe­rente con sus ideas, en 1654 se retiró a Port­Royal y adoptó un modo de vida totalmente ascético. Sus Cartas provinciales defendieron las doctrinas jansenistas en la polémica soste­nida contra los jesuitas y su cuidado estilo constituye un modelo para la prosa francesa. Voltaire dedica la última de sus Cartas filosó­ficas a los Pensamientos de Pascal, citando algunos de sus pasajes para comentarlos a renglón seguido. Desde un primer momento anuncia que se "atreve a tomar el partido de la humanidad contra este misántropo subli­me, para demostrar que no somos tan malos ni tan desdichados como él dice. Mirar el uni­verso como una celda y todos los hombres como criminales a los que se va a ejecutar es la idea de un fanático".
 2 René Descartes (1595-1690), el padre de la filosofía moderna y del racionalismo, famoso por escribir sus Meditaciones metafisicas al calor de una estufa, moriría por un enfria­miento al aceptar la invitación de la reina Cristina de Suecia. Sus teorías físicas, domi­nadas por una perspectiva geométrica y con­dicionadas a las propiedades racionales de la materia entendida como sustancia extensa, fueron satirizadas por Voltaire, quien siem­pre que puede ridiculiza la teoría cartesiana de los "torbellinos". En su Diccionario filosófi­co, Descartes no aparece sino junto a Newton, para mostrar mejor con ese contraste la supremacía de los descubrimientos newto­nianos y, de paso, las excelencias de Ingla­terra como tierra que propicia tanto los avances científicos como la libertad de pen­samiento. Y en su obra El filósofo ignorante, Voltaire dice lo siguiente: "Descartes ha cons­truido un mundo tan imaginario, sus torbe­llinos y sus tres elementos son tan prodigio­samente ridículos, que debo desconfiar de todo lo que me dice sobre el alma, después de haberme engañado tanto sobre los cuer­pos. Santo y bueno que se haga su elogio, con tal de que no se haga el de sus novelas filosó­ficas, despreciadas hoy día para siempre en Europa".
 3 El nombre de Pierre Bayle (1647-1706) se halla indisolublemente asociado al de su Dic­cionario histórico y crítico, tan venerado por nuestro autor. Pero quizá sea citado aquí por un opúsculo menor mucho menos conocido: su Comentario filosófico en torno a estas palabras de Jesucristo: "Oblígales a entrar" (fechado en 1686), un aserto evangélico del que Voltaire se ha hecho eco en el capítulo XIV del tratado que nos ocupa. En este pequeño escrito Bayle proponía realizar un experimento imagina­rio; si en una ciudad donde coexistiesen cris­tianos y musulmanes, se intercambiasen los recién nacidos entre ambas comunidades religiosas, a buen seguro que el nacido musulmán sería cristiano y a la inversa. Vol­taire planteará la misma idea en una de sus tragedias, para poner de manifiesto que las creencias dependen sobremanera del medio ambiente y la educación. Todo ello en pro de la tolerancia y la coexistencia pacífica de los diferentes credos o convicciones.

Continuará...

domingo, 18 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 5 - VOLTAIRE



CAPÍTULO XVIII

Únicos casos en que la intolerancia es de derecho humano

    Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia. [...]
    Uno de los más asombrosos ejemplos de fanatismo lo ha dado una pequeña secta de Dinamarca, cuyo principio era el mejor del mundo. Aquellas gentes querían procurar la salvación eterna a sus hermanos; pero las consecuencias de ese principio eran singu­lares. Sabían que todos los niños que mueren sin bautismo se con­denan y que los que tienen la suerte de morir inmediatamente des­pués de haber recibido el bautismo gozan de la gloria eterna: iban degollando a todos los niños y niñas recién bautizados que podían encontrar; era indudablemente hacerles el mayor bien que se les podía proporcionar; se les preservaba a la vez del pecado, de las miserias de esta vida y del infierno; se les enviaba infaliblemente al cielo. Pero aquellas gentes caritativas no consideraban que no está permitido hacer un pequeño mal por un gran bien; que no tenían ningún derecho sobre la vida de aquellos niños; que la mayor parte de los padres y las madres son lo bastante carnales para preferir tener a su lado a sus hijos e hijas que verlos degollar para ir al paraíso y que, en una palabra, el magistrado debe casti­gar el homicidio, aunque se haga con buena intención.
    Los judíos parecerían tener más derecho que nadie a robar­nos y matarnos: porque aunque haya cien ejemplos de toleran­cia en el Antiguo Testamento, hay sin embargo algunos ejemplos y algunas leyes rigurosas. Dios les ordenó a veces que matasen a los idólatras, exceptuando únicamente a las jóvenes núbiles: nos consideran idólatras y, aunque los toleramos hoy día, podrían muy bien, si ellos fuesen los amos, no dejar en el mundo más que a nuestras hijas.
    Tendrían sobre todo la obligación indispensable de asesi­nar a todos los turcos; la cosa no se presta a discusión: porque los turcos poseen el país de los etheos, de los jebuseos, de los amorreos, de los jersenios, de los hevenios, de los araceos, de los cineos, de los hamatenios, de los samarios: sobre todos estos pueblos se lanzó el anatema: su país, que tenía más de veinti­cinco leguas de largo, fue dado a los judíos por varios pactos consecutivos; deben recuperar sus pertenencias; los mahometa­nos son sus usurpadores desde hace más de mil años.
    Si los judíos razonasen así hoy día, es evidente que no habría otra respuesta que condenarlos a todos a galeras. [...]

CAPÍTULO XIX

Relato de una disputa de controversia en China

    En los primeros años del reinado del gran emperador Kang-hi, un mandarín de la ciudad de Cantón oyó en su casa un gran ruido que hacían en la casa vecina: preguntó si estaban matando a alguien; se le dijo que eran el capellán de la compa­ñía danesa, un sacerdote de Batavia, y un jesuita que disputa­ban; los mandó llamar, hizo que les sirvieran té y confituras, y les preguntó por qué se peleaban.
    El jesuita le respondió que era muy penoso para él, que siempre tenía razón, tener que habérselas con personas que siempre estaban equivocadas; que al principio había argumen­tado con la mayor circunspección, pero que, finalmente, se le había acabado la paciencia.
    El mandarín les hizo observar, con toda la discreción posible, lo necesaria que es la buena educación en las discusiones, les dijo que en China jamás se discute y les preguntó de qué se trataba.
    El jesuita le respondió: "Monseñor, juzgad vos mismo: estos dos caballeros se niegan a someterse a las decisiones del concilio de Trento."
    "Eso me extraña", dijo el mandarín. Luego, volviéndose hacia los dos refractarios: "Me parece -les dijo-, señores, que deberíais respetar las opiniones de una gran asamblea; no sé lo que es el concilio de Trento; pero varias personas saben siempre más que una sola. Nadie debe creer que sabe más que los demás y que la razón sólo habita en su cabeza; esto es lo que enseña nuestro gran Confucio1; y si queréis creerme, haréis muy bien en ateneros al concilio de Trento."
    El danés tomó entonces la palabra y dijo:
    "Monseñor habla con la mayor cordura; nosotros respeta­mos las grandes asambleas como es debido; por eso somos com­pletamente de la misma opinión que varias asambleas que se han celebrado con anterioridad a la de Trento."
    "¡Ah! Si es así -dijo el mandarín-, os pido perdón, bien podríais tener razón. ¿Así que sois los dos de la misma opinión, ese holandés y vos, contra ese pobre jesuita?"
    "De ningún modo -dijo el holandés-; este hombre tiene opiniones casi tan extravagantes como las del jesuita que se hace el melifluo con vos; no hay manera de aguantar esto."
    "No os comprendo -dijo el mandarín-; ¿no sois los tres cristianos? ¿No venís los tres a enseñar el cristianismo en nues­tro imperio? ¿Y no debéis, por consiguiente, tener los mismos dogmas?"
    "Ya lo veis, Monseñor -dijo el jesuita-; estas dos personas son enemigos mortales entre sí y discuten ambas contra mí: es por lo tanto evidente que los dos están equivocados y que la razón está de mi lado."
    "La cosa no es tan evidente -dijo el mandarín-; podría ser, a pesar de todo, que estuvieseis equivocados los tres; tengo curiosidad de oíros a cada uno por turno."
    El jesuita pronunció entonces un discurso bastante largo, durante el cual el danés y el holandés se encogían de hombros; el mandarín no comprendió nada. El danés habló luego; sus dos adversarios le miraron con conmiseración y el mandarín siguió sin comprender nada. El holandés tuvo la misma suerte. Final­mente hablaron los tres a la vez y se dijeron grandes insultos. Al buen mandarín le costó mucho trabajo calmarlos, y les dijo: "Si queréis que se tolere aquí vuestra doctrina, empezad por no ser vosotros ni intolerantes ni intolerables."
    A la salida de la audiencia el jesuita encontró a un misio­nero dominico; le dijo que había ganado su causa, afirmándole que la verdad siempre triunfa. El dominico le dijo: "Si yo hubie­se estado allí, no la habríais ganado; os habría dejado convicto de mentira e idolatría." La discusión se acaloró, el dominico y el jesuita se agarraron de los pelos. El mandarín, informado del escándalo, mandó a los dos a la cárcel. Un submandarín dijo al juez: "¿Cuánto tiempo quiere Vuestra Excelencia que perma­nezcan encerrados?" "Hasta que se pongan de acuerdo", dijo el juez. "¡Ah!", dijo el submandarín, "entonces se quedarán en la cárcel toda la vida". "Pues bien", dijo el juez, "hasta que se per­donen". "No se perdonarán jamás", le replicó el submandarín; "los conozco bien". "¡Bueno!", dijo el mandarín, "entonces, hasta que finjan perdonarse".
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  1 Confucio (551-479), filósofo y político chino que reformó tanto las costumbres como la administración de su patria. Su ética hace hincapié en la fidelidad hacia los valo­res tradicionales, sin necesitar fundamentar­los en especulaciones religiosas o metafísicas. Cuando Voltaire habla de Confucio en El filó­sofo ignorante, nos dice que "se limitó a reunir en un epítome las antiguas leyes de la moral".

La resurreción de Voltaire - Álex Vicente (El País)

Continuará...

viernes, 16 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 4 - VOLTAIRE

    CAPÍTULO VIII
  
De si los romanos han sido tolerantes

    Entre los antiguos romanos, desde Rómulo hasta los tiem­pos en que los cristianos se disputaron con los sacerdotes del imperio, no veréis un solo hombre perseguido por sus sentí­mientos. Cicerón1 dudó de todo, Lucrecio2 lo negó todo; y no se les hizo el más ligero reproche. La licencia llegó tan lejos que Plinio3 el naturalista empieza su libro negando a Dios y dicien­do que hay uno, que es el sol. Cicerón dice, hablando de los infiernos: "Non est anus tam excors quae credat: no hay ni una vieja imbécil que crea en ellos." Juvenal dice: "Nec pueri credunt (sáti­ra II, verso 152); los niños no creen en tal cosa." Se cantaba en el teatro de Roma: "Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil: no hay nada después de la muerte, la misma muerte no es nada." (Séne­ca4, Tróade; coro al final del segundo acto.) [...]
    El gran principio del senado y del pueblo romanos era: "Deorum offensae düs curae: sólo a los dioses corresponde ocu­parse de las ofensas hechas a los dioses." Aquel pueblo rey sólo pensaba en conquistar, en gobernar y civilizar al universo. Han sido nuestros legisladores y nuestros vencedores; y César, que nos dio cadenas, leyes y juegos, jamás quiso obligarnos a trocar nuestros druidas por él, por muy gran pontífice que fuese de una nación que nos dominaba.
    Los romanos no profesaban todos los cultos, no daban a todos la sanción pública; pero los permitieron todos. No tuvieron ningún objeto material de culto bajo el reinado de Numa, ni simu­lacros, ni estatuas; no tardaron en erigirlas a los dioses majorum gentium, que les dieron a conocer los griegos. La ley de las doce tablas, Deos peregrinos ne colunto, se reducía a no conceder culto público más que a las divinidades superiores aprobadas por el senado. Isis tuvo un templo en Roma, hasta que Tiberio lo mandó derribar cuando los sacerdotes del mismo, corrompidos por el dinero de Mundo, le hicieron acostarse en el templo, bajo el nom­bre del dios Anubis, con una mujer llamada Paulina. Bien es ver­dad que Josefo es el único que relata esta historia; no era contem­poráneo, pero sí crédulo y propenso a la exageración. Parece poco probable que en una época tan ilustrada como la de Tiberio, una mujer de la más elevada condición hubiese sido lo bastante estú­pida para creer que recibía los favores del dios Anubis.
    Pero sea verdadera o falsa esta anécdota, lo que hay de cierto es que la superstición egipcia había erigido un templo en Roma con el consentimiento público. Los judíos comerciaban en ella desde los tiempos de las guerras púnicas; tenían en la ciu­dad sinagogas desde los tiempos de Augusto y las conservaron casi siempre, lo mismo que en la Roma moderna. ¿Existe un mayor ejemplo de que la tolerancia estaba considerada por los romanos como la ley más sagrada de todo el derecho de gentes?
    Se nos dice que tan pronto como aparecieron los cristianos fueron perseguidos por aquellos mismos romanos que a nadie perseguían. Me parece evidente que este hecho es completa­mente falso; no quiero otra prueba que la del propio san Pablo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que al ser acusado san Pablo por los judíos de querer destruir la ley mosaica por Jesu­cristo, Santiago propuso a san Pablo que se hiciera afeitar la cabeza y fuera a hacerse purificar en el templo con cuatro judíos "para que todo el mundo sepa que todo lo que dicen de voso­tros es falso y seguís observando la ley de Moisés".
    Pablo, cristiano, fue pues a cumplir todas las ceremonias judaicas durante siete días; pero aún no habían transcurrido éstos cuando los judíos de Asia le reconocieron; y, al ver que había entrado en el templo, no sólo con judíos, sino con gentiles, gritaron que había habido profanación: fue apresado y conduci­do ante el gobernador Félix, y más tarde se apeló al tribunal de Festo. Los judíos en masa pidieron su muerte; Festo les respon­dió: "No es costumbre de los romanos condenar a un hombre hasta que el acusado tenga a sus acusadores delante y se le haya dado la libertad de defenderse" [Hechos, XXV, 1161].
    Estas palabras resultan tanto más notables en aquel magis­trado romano cuanto que parece no haber sentido la menor con­sideración hacia san Pablo; y no haber experimentado más que desprecio hacia él: engañado por las falsas luces de su razón, le tomó por loco; le dijo a él mismo que estaba demente: Multae te litterae ad insaniam convertunt (las muchas letras te han trastor­nado el juicio). Festo, por lo tanto, no escuchó más que a la equi­dad de la ley romana al dar su protección a un sospechoso des­conocido al que no podía apreciar. [...]
    Los primeros cristianos no tenían, sin duda, nada que diri­mir con los romanos; no tenían más enemigos que los judíos, de los que empezaban a separarse. Sabido es el odio implacable que sienten todos los sectarios hacia aquellos que abandonan su secta. Hubo indudablemente tumultos en las sinagogas de Roma. Suetonio dice en la Vida de Claudio (cap. XXV): Judaeos, impulsare Christo assidue tumultuantes, Roma expulit (Roma arrojó con frecuencia a los sediciosos hebreos, siendo Cristo el instiga­dor). Se engañaba al decir que era a instigación de Cristo: no podía conocer los detalles de un pueblo tan despreciado en Roma como era el pueblo judío; pero no se equivocaba sobre el motivo de aquellas disputas. Suetonio escribía en tiempos de Adriano, en el siglo II; los cristianos no se distinguían entonces de los judíos a los ojos de los romanos. El pasaje de Suetonio hace ver que los romanos, lejos de oprimir a los primeros cris­tianos, reprimían entonces a los judíos que los perseguían. Que­rían que la sinagoga de Roma tuviese para con aquellos herma­nos separados la misma indulgencia que el Senado tenía para con ella, y los judíos expulsados no tardaron en volver; alcanza­ron incluso honores, a pesar de las leyes que los excluían de ellos; nos lo cuentan Dion Casio y Ulpiano. ¿Es posible que des­pués de la ruina de Jerusalén los emperadores prodigasen dig­nidades a los judíos y que, en cambio, persiguiesen, entregasen a los verdugos y arrojasen a las fieras a unos cristianos que esta­ban considerados como una secta de los judíos?
    Se dice que Nerón los persiguió. Tácito nos cuenta que fue­ron acusados del incendio de Roma y abandonados al furor del pueblo. ¿Se trataba de su creencia en tal acusación? No, sin duda. ¿Diríamos que los chinos, a los que los holandeses dego­llaron hace algunos años, en los suburbios de Batavia, fueron inmolados a la religión? Por mucho que deseemos equivocar­nos, es imposible atribuir a la intolerancia el desastre ocurrido en el reinado de Nerón a unos cuantos desgraciados semijudíos y semicristianos.
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 1 Marco-Tulio Cicerón (106-43 a.C.), político romano cuya elocuencia se ha hecho legen­daria. En materia filosófica se mostraba par­tidario del eclecticismo, es decir, tomaba lo que consideraba mejor de las distintas escue­las griegas. Como seguidor de la Nueva Aca­demia de Carnéades, mantenía que no era posible alcanzar ningún conocimiento abso­lutamente cierto y que debíamos contentar­nos con la convicción práctica basada en una mayor probabilidad. En su Diccionario filosófi­co, Voltaire alaba la figura de Cicerón ensal­zando un escrito suyo, el Tratado de los oficios, al que califica como "el libro más útil que se ha escrito desde un punto de vista moral".
 2 Tito Lucrecio Caro (98-55 a.C.), poeta y filósofo romano que ha pasado a la historia del pensamiento como el autor de Sobre la naturaleza de las cosas, poema didáctico donde se comenta la doctrina filosófica de Epicuro. El propósito que anima esta obra es liberar al hombre del complejo de culpa y del miedo a la muerte, demostrando que todo cuanto sucede obedece a leyes mecánicas no regidas por ninguna providencia.
 3 Plinio el Viejo (23-79 a.C.), cuya fascina­ción por estudiar la naturaleza le provocó la muerte, al acercarse demasiado a la erupción volcánica del Vesubio para observarla mejor. Se ha conservado su grandiosa Historia natu­ral, a cuyo comienzo se refiere aquí Voltaire.
 4 La obra que más nos interesa de Lucio Anneo Séneca (55 a.C - 37/41 d.C.) son las Epístolas morales dirigidas a su amigo Lucilio.

miércoles, 14 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 3 - VOLTAIRE



CAPÍTULO VI

De si la intolerancia es de derecho natural y de derecho humano

    El derecho natural es el que la naturaleza indica a todos los hombres. Habéis criado a vuestro hijo, os debe respeto como padre y gratitud como bienhechor. Tenéis derecho a los produc­tos de la tierra que habéis cultivado con vuestras manos. Habéis hecho y habéis recibido una promesa, debe ser cumplida.
    El derecho humano no puede estar basado en ningún caso más que sobre este derecho natural; y el gran principio, el prin­cipio universal de uno y otro es, en toda la tierra: "No hagas lo que no quisieras que te hagan." No se comprende, por lo tanto, según tal principio, que un hombre pueda decir a otro: "Cree lo que yo creo y lo que no puedes creer, o perecerás." Esto es lo que se dice en Portugal, en España, en Goa. En otros países se contentan con decir efectivamente: "Cree o te aborrezco; cree o te haré todo el daño que pueda; monstruo, no tienes mi religión, por lo tanto no tienes religión: debes inspirar horror a tus veci­nos, a tu ciudad, a tu provincia."
   Si conducirse así fuese de derecho humano, sería preciso que el japonés detestase al chino, el cual execraría al siamés; éste perseguiría a los gangaridas que se abatirían sobre los habitan­tes del Indo; un mogol arrancaría el corazón al primer malabar que encontrase; el malabar podría degollar al persa, que podría asesinar al turco; y todos juntos se arrojarían sobre los cristianos que durante tanto tiempo se han devorado unos a otros.
    El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres sólo matan para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos.

CAPÍTULO VII

De si la intolerancia ha sido conocida de los griegos

    Los pueblos de los que la historia nos ha dejado algunos débiles conocimientos han considerado, todos, sus diferentes religiones como nudos que los unían: era una asociación, tanto entre los dioses como entre los hombres. Cuando un extranjero llegaba a una ciudad, empezaba por adorar a los dioses del país. [...] Los troyanos elevaban sus plegarias a los dioses que luchaban en favor de los griegos.
    Alejandro fue a consultar en los desiertos de Libia al dios Ammon, a quien los griegos dieron el nombre de Zeus y los lati­nos el de Júpiter1, aunque tanto unos como otros tuviesen su Júpiter y su Zeus en sus respectivos países. Cuando se sitiaba una ciudad se oraba y se hacía un sacrificio a sus dioses para tenerlos propicios. De esta suerte, aun incluso en la guerra, la religión unía a los hombres y suavizaba a veces sus furores, aun­que otras les ordenase cometer actos inhumanos y terribles.
    Tal vez me equivoque; pero me parece que de todos los antiguos pueblos civilizados, ninguno ha puesto trabas a la libertad de pensar. Todos tenían una religión; pero me parece que la usaban con los hombres del mismo modo que con sus dioses: todos reconocían un dios supremo, pero le asociaban una cantidad prodigiosa de divinidades inferiores; sólo tenían un culto, pero permitían una multitud de sistemas particulares.
    A los griegos, por ejemplo, por muy religiosos que fuesen, les parecía bien que los epicúreos negasen la Providencia y la existencia del alma2. [...]
    Un hombre honrado, que no es enemigo ni de la razón ni de la literatura, ni de la probidad, ni de la patria, al justificar hace poco la matanza de la noche de San Bartolomé3, cita la guerra de los focenses, llamada guerra sagrada, como si esta guerra hubiese sido encendida en favor del culto, del dogma, de los argumentos de la teología; se trataba de saber a quién debía pertenecer un campo: es el motivo de todas las guerras. Unos haces de trigo no son un símbolo de creencia; jamás ciudad griega alguna luchó por opiniones. Por otra parte, ¿qué pretende ese hombre modesto y dulce? ¿Quiere que hagamos una guerra sagrada?
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 1 Alejandro Magno visitó el oráculo de Amón en el oasis libio de Siwah nada más fundar Alejandría. El dios Amón era repre­sentado en Grecia con la cabeza de Zeus y los cuernos encorvados de un carnero. Zeus logró no ser devorado por su padre Cronos (el tiempo) y se convirtió en el patriarca de los dioses del Olimpo. Júpiter es la versión romana de Zeus, el mejor y más grande de todas las divinidades.
 2 Epicuro (341-271 a.C.), el filósofo griego que fundó la escuela epicúrea, suscribe la teoría de Demócrito, según la cual el mundo está formado por átomos y todo cambio no consiste sino en la reordenación de dichas partículas. En este contexto no cabe un alma inmortal, pues tal cosa sólo será también un mero cúmulo de átomos que perecerá junto al cuerpo, ni tampoco hay lugar alguno para la providencia, ya que los dioses no se paran a pensar en el ser humano, al no intervenir en el curso natural del mundo. Su propósito era lograr una felicidad basada en comprender la naturaleza, una dirección sabia de la vida que debía lograrse al eliminar toda supersti­ción. ¿Cuál es la razón para temer a la muer­te, por ejemplo, si ella sólo comparece cuan­do yo ya me he ausentado? -argumentaba Epicuro.
 3 Muy probablemente se refiere al abate de Caveyrac y a su Apología de Luis XIV sobre la revocación del Edicto de Nantes, con una diserta­ción de la jornada de San Bartolomé (1758).

Continuará...

lunes, 12 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 2 - VOLTAIRE


CAPÍTULO V

De cómo la tolerancia puede ser admitida

    [...]Alemania sería un desierto cubierto por los huesos de los católicos, de los evangelistas, de los reformados, de los anabaptistas, que se habrían degollado unos a otros, si la paz de Westfalia1 no hubiese procurado, por fin, la libertad de conciencia.
   Tenemos judíos en Burdeos, en Metz, en Alsacia; tenemos luteranos, molinistas, jansenistas: ¿no podemos soportar y aceptar la presencia de calvinistas poco más o menos en las mismas condiciones en que los católicos son tolerados en Lon­dres? Cuantas más sectas hay, menos peligrosa es cada una de ellas; la multiplicidad las debilita, todas son reprimidas por leyes justas que prohíben las asambleas tumultuosas, las in­jurias, las sediciones, y que siempre están en vigor por la fuer­za coactiva. [...]
    Hubo un tiempo en que se creyó obligatorio promulgar decretos contra los que enseñaban una doctrina contraria a las categorías de Aristóteles2, al horror al vacío, a las quintaesen­cias y al universal de la parte de la cosa. Tenemos en Europa más de cien volúmenes de jurisprudencia sobre la brujería, y sobre la manera de distinguir los falsos brujos de los verda­deros. La excomunión de los saltamontes y de los insectos noci­vos para las cosechas ha sido empleada profusamente y todavía subsiste en algunos rituales. La costumbre ha caducado; se deja en paz a Aristóteles, a los brujos y a los saltamontes. Los ejem­plos de esas graves locuras, en otros tiempos tan importantes, son incontables: se producen otras de vez en cuando; pero cuan­do han producido su efecto, cuando se está harto de ellas, mue­ren por sí mismas. Si a alguien se le ocurriese hoy día ser carpocrático, o eutiquiano, o monotelita, o monofisita, o nesto­riano, o maniqueo, etc., ¿qué sucedería? Se reirían de él, como de un hombre vestido a la antigua, con gola y jubón.
    La nación empezaba a entreabrir los ojos cuando los jesui­tas Le Tellier y Doucin fabricaron la bula Unigenitus que envia­ron a Roma: creyeron estar todavía en aquellos tiempos de igno­rancia en que los pueblos aceptaban sin examen las aserciones más absurdas. Se atrevieron a proscribir esta proposición que es de una verdad universal en todos los casos y en todos los tiem­pos: "El temor a una excomunión injusta no debe impedir el cumplimiento del deber." Era proscribir la razón, las libertades de la Iglesia galicana y el fundamento de la moral; era decir a los hombres: "Dios os ordena que no hagáis nunca vuestro deber, si ello os hace temer la injusticia." Jamás se ha atacado al sentido común más descaradamente. Los consultores de Roma no se dieron cuenta de ello. Se persuadió a la corte de Roma de que aquella bula era necesaria y que la nación la deseaba; fue firma­da, sellada y enviada: conocemos las consecuencias; segura­mente, si se hubieran previsto, se habría suavizado la bula. Las disputas han sido vivas; la prudencia y la bondad del rey las han apaciguado finalmente. [...]
    Por lo tanto, estos tiempos de desgana, de saciedad, o más bien de razón, son los que podemos aprovechar como época y garantía de tranquilidad pública. La controversia es una enfermedad epidémica que se halla en sus finales, y esa peste, de la que estamos curados, no pide más que un régimen suave. Finalmente, el interés del Estado consiste en que los hijos expatriados vuelvan con modestia a la casa de su padre: el humanitarismo lo pide, la razón lo aconseja y la política no lo puede temer.   
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1 La "paz de Westfalia", sellada en la locali­dad westfaliana de Münster, puso fin en 1648 a la guerra de los Treinta Años.
2 Aristóteles (382-324 a.C.), filósofo griego a quien se apoda El Estagirita por haber nacido en la ciudad macedónica de Estagira. Tras estudiar en la Academia de Platón durante veinte años, llegó a ser el preceptor de Ale­jandro Magno. Cuando regresó a Atenas fundó el Liceo, donde las lecciones eran impartidas paseando con los discípulos bajo un recinto cubierto (peripatos), razón por la cual recibieron el nombre de peripatéticos. Entre sus escritos más conocidos cabría citar la Ética a Nicomaco, la Política o la Metafisica. Las Categorías constituyen el primer tratado de su Organon o conjunto de estudios sobre lógica. La escolástica medieval creó un culto cuasirreligioso hacia su ingente obra y du­rante mucho tiempo contradecir sus doctri­nas implicaba un anatema, tal como recuerda Voltaire aquí.

Continuará...

sábado, 10 de enero de 2015

TRATADO SOBRE LA TOLERANCIA/ 1 - VOLTAIRE



CAPITULO IV

De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está permitida

    [...] El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e inclu­so en Holanda, como en Francia: sin embargo, hoy día, la dife­rencia de religión no causa ningún disturbio en aquellos Esta­dos; el judío, el católico, el griego, el luterano, el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el menonita, el moravo, y tantos otros, viven fraternalmente en aquellos países y contribuyen por igual al bienestar de la sociedad.
    Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar sobre la predestinación motiven la degollación del Gran Pensio­nario1. Ya no se teme en Londres que las querellas entre presbi­terianos y episcopalistas acerca de una liturgia o una sobrepelliz derramen la sangre de un rey en un patíbulo. Irlanda, poblada y enriquecida, ya no verá a sus ciudadanos católicos sacrificar a Dios, durante dos meses, a sus ciudadanos protestantes, ente­rrarlos vivos, colgar a las madres de cadalsos, atar a las hijas al cuello de sus madres para verlas expirar juntas; abrir el vientre a las mujeres encintas, extraerles a los hijos a medio formar para echárselos a comer a los cerdos y los perros; poner un puñal en la mano de sus prisioneros atados y guiar su brazo hacia el seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de sus hijos, ima­ginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se con­denen al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro con­temporáneo; esto es lo que relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y que, sin duda, jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desar­mado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el fanatismo. [...]
    Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto de nuestro globo. El Gran Señor gobierna en paz veinte pueblos de diferentes religiones; doscientos mil griegos viven en seguridad en Constantinopla; el propio muftí nombra y pre­senta al emperador al patriarca griego; se tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos latinos para algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: "Le mando que vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua costum­bre y sus vanas ceremonias." Este imperio está lleno de jacobi­tas, nestorianos, monotelitas; hay coptos, cristianos de San Juan, judíos, guebros, banianos. Los anales turcos no hacen mención de ningún motín provocado por alguna de esas religiones. [...]
    Es cierto que el gran emperador Yung-Chêng, el más sabio y el más magnánimo que tal vez haya tenido China, ha expulsado a los jesuitas; pero esto no lo hizo por ser intolerante; fue, al contra­rio, porque lo eran los jesuitas. Ellos mismos citan, en sus Cartas curiosas, las palabras que les dijo aquel buen príncipe: "Sé que vuestra religión es intolerante; sé lo que habéis hecho en Manila y en el Japón; habéis engañado a mi padre; no esperéis engañarme a mí." Léanse todos los razonamientos que se dignó hacerles, se le encontrará el más sabio y el más clemente de los hombres. ¿Podría, en efecto, permitir la permanencia en sus Estados de unos físicos de Europa que, con el pretexto de mostrar unos termóme­tros y unas eolipilas a la corte, habían sublevado ya contra él a uno de los príncipes de la sangre? ¿Y qué habría dicho ese emperador si hubiese leído nuestras historias, si hubiese conocido nuestros tiempos de la Liga y de la conspiración de las pólvoras?
    Le bastaba con estar informado de las indecentes querellas de los jesuitas, de los dominicos, de los capuchinos, del clero secular, enviados desde el fin del mundo a sus Estados: venían a predicar la verdad y se anatematizaban unos a otros. El empe­rador no hizo, por tanto, más que expulsar a unos perturbado­res extranjeros: ¡pero con qué bondad los despidió! ¡Qué cuida­dos paternales tuvo con ellos para su viaje y para impedir que les molestasen en el trayecto! Su propio destierro fue un ejem­plo de tolerancia y humanidad.
  Los japoneses eran los más tolerantes de todos los hom­bres: doce religiones pacíficas estaban establecidas en su impe­rio; los jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos tolerar ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue ahogada en ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo y nos consi­deraron como bestias feroces, semejantes a aquellas de que los ingleses han limpiado su isla. En vano el ministro Colbert, com­prendiendo la necesidad que tenemos de los japoneses, que para nada nos necesitan a nosotros, intentó establecer un comer­cio con su imperio: los halló inflexibles.
    Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se debe ni predicar ni ejercer la intolerancia.
  Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la Carolina, de la que el prudente Locke2 fue legislador: bastan siete padres de familia para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha hecho surgir ningún desorden. ¡Dios nos libre de mencionar este ejemplo para incitar a Francia a imitarlo! Sólo se cita para hacer ver que el mayor exceso a que pueda llegar la tolerancia no ha sido seguido de la más leve disensión; pero aquello que es muy útil y bueno en una colonia naciente no es conveniente en un viejo reino.
   ¿Qué diremos de los primitivos que han sido apodados cuáqueros3 por burla y que, con costumbres tal vez ridículas, han sido tan virtuosos y han enseñado inútilmente la paz al resto de la humanidad? Alcanzan el número de cien mil en Pen­silvania; la discordia, la controversia, son ignoradas en la feliz patria que ellos se han creado y el mero nombre de su ciudad de Filadelfia4, que les recuerda en todo momento que los hombres son hermanos, es el ejemplo y la vergüenza de los pueblos que todavía no conocen la tolerancia.
    En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo entrega con tal de que viva!5
    No hablaré aquí más que del interés de las naciones; y res­petando, como debo, la teología, no considero en este artículo más que el bien físico y moral de la sociedad. Suplico a todo lec­tor imparcial que sopese estas verdades, que las certifique, que las extienda. Los lectores atentos, que se comunican sus pensa­mientos, van siempre más lejos que el autor.
VOLTAIRE

1  "Gran Pensionario" era llamado el titular del poder ejecutivo en Holanda; dicho título fue utilizado primero por los gobernadores de las provincias y luego por los jefes mili­tares de la Unión, especialmente por los príncipes de Orange. El Gran Pensionario Barneveldt fue decapitado en 1619 por no querer suscribir las tesis de François Gomar, quien había polemizado con el teólogo holandés Arminio (1560-1609) para defen­der la doctrina calvinista de la predestina­ción, según la cual Dios ya habría decretado desde siempre quién debía salvarse o con­denarse. 
2  El filósofo inglés John Locke (1632-1704), a cuyo decidido elogio dedica Voltaire la decimotercera de sus Cartas filosóficas, es recordado aquí, no tanto como el autor del Ensayo sobre el entendimiento humano, sino como quien concibiera la Carta sobre la tole­rancia, obra escrita entre 1685 y 1686, mien­tras estaba exilado en Holanda. En este opúsculo, redactado poco antes de la re­volución inglesa de 1688 y, por lo tanto, de que un reino protestante separase del trono al católico e intolerante Jacobo II, Locke aboga por distinguir entre los ámbitos de la comunidad política y la sociedad religio­sa, proponiendo establecer una separación radical entre las funciones de la Iglesia y el Estado. 
3  Como bien se dice aquí, la palabra "cuá­quero" no es más que una chanza, pues es el mote que le pusieron sus detractores al fun­dador de la secta, William Fox, por sostener éste que oír el simple nombre de Dios le hacía estremecerse; eso es exactamente lo que sig­nifica el término inglés del que procede cuá­quero: "alguien que tiembla" (quaker). Sin embargo, la broma hizo fortuna y la Sociedad de Amigos o Hijos de la Luz (pues así es como se bautizaron a sí mismos los primitivos par­tidarios de Fox) pasaron a ser universalmen­te conocidos como cuáqueros, quienes deci­dieron abandonar Inglaterra para trasladarse a Norteamérica bajo la dirección de William Penn, fundador de Pennsylvania. Contrarios a la violencia, también rechazaban el bautis­mo, la comunión y los juramentos, al igual que no practicaban culto externo alguno ni reconocían una jerarquía eclesiástica. Todo esto lo explica Voltaire tanto en sus Cartas inglesas, donde las cuatro primeras están consagradas a los cuáqueros, como en su Diccionario filosófico. El pacifismo del que hacían gala le parecía un dechado de tole­rancia. 
4  Las dos palabras griegas que componen el nombre de la ciudad de "Filadelfia" signifi­can respectivamente "amigo" y "hermano". Amigo de los hermanos es la denominación que Vol­taire prefiere para designar a los cuáqueros, tal como confiesa en la voz correspondiente de su Diccionario filosófico
5   Se alude aquí al célebre Juicio de Salomón. Como se sabe, dos madres acudieron al rey Salomón para reclamar a su hijo, toda vez que uno de los niños había muerto nada más nacer y quien lo había perdido quería que­darse con el otro. Salomón propuso repartir al superviviente, troceándolo en dos mitades, y con esa estratagema pudo comprobar quién era la verdadera madre: aquella que prefería renunciar a su hijo antes de verlo morir. Voltaire quiere comparar la tolerancia con este sentimiento maternal, para contra­ponerlo a las tropelías que origina la intole­rancia.

Continuará...

jueves, 8 de enero de 2015

ANIMALES DE BELLOTA/ 5 - MASACRE EN LA REDACCIÓN DE 'CHARLIE HEBDO'.


    Pocas cosas tan peligrosas como la ignorancia, y pocas tan detestables y dignas del mayor desprecio como las instituciones políticas o religiosas que alimentan esa ignorancia para sus propios fines, que no son otros que mantener su status de privilegio y dominación.
    Francia, tierra de libertades, patria de las luces y la razón, que ha dado hijos como Diderot, Voltaire, Rousseau..., se ha visto sacudida estos días por la irracionalidad fanática (valga el pleonasmo) de los yihadistas islámicos -Alá los confunda- en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo, al grito de "¡Alá es grande!".
    Llevamos siglos intentando despojarnos definitivamente de la ropa vieja de "nuestro" fundamentalismo, y ahora pretenden vendernos harapos. Ay!


Esta viñeta, a modo de buenos deseos para el año nuevo de la revista a sus lectores, subida a Twitter minutos antes de la masacre, es hoy el símbolo mundial de la libertad de expresión. Al Bagdadi, líder de IS, nos desea lo mejor para el 2015 justo antes de asesinarnos. Y nos perdona la vida, de momento, a todos los que no hemos muerto allí del todo. Que, sobre todo, haya salud para que no se nos olvide esto nunca.  GUILLERMO

Reacciones de otros dibujantes españoles:

Es más fácil destruir que construir. Cuando el miedo a la libertad se torna violencia, cuando el desconocimiento del otro genera un rechazo cargado de odio y afecta a sectores fanáticos religiosos, es la sociedad la que está enferma y la libertad la que está en juego. No la de expresión, la Libertad con mayúsculas, ésa que es lema de la República Francesa y sustancia los valores de Occidente. No podemos permitirlo. Charlie somos todos.  ULISES

Que nos vean a los dibujantes como amenaza explica lo cobarde de estos asesinos, y que usen su religión como coartada ilustra su corto desarrollo intelectual. Con hechos como éste volvemos a la Edad Media, donde la religión era excusa para el asesinato más cobarde. ¿Balas con pinceles? Cobardes... Hoy más que nunca, ¡a la lucha! ¡y con los pinceles! No sé si Alá será grande, pero lo cierto es que ellos son muy pequeños.  RAÚL ARIAS

Decía Mingote que 'humor es no tenerle miedo a pensar'. Hoy tenemos miedo al humor y a pensar. Los viñetistas de 'Charlie Hebdo' se reían de la sociedad que les tocó soportar, es decir, sobre todo de sí mismos. Sin contemplaciones y sin muros a su línea editorial. Personajes de trazo infantil que agitaban conciencias. El problema de los radicales es su falta de sentido del humor.  IDÍGORAS & PACHI

El corazón de las tinieblas late al ritmo de las letanías de los almuecines que convocan a la oración desde lo alto del cañón de un AK47 y los renglones torcidos de sus salmodias son inconciliables con las sonrisas dibujadas de la ironía. Nous sommes Charlie [Somos Charlie].  GALLEGO & REY



Actualización (9-01-2015):
Matar muriendo
    El yihadismo, que ha rebrotado en el salvaje atentado de Charlie Hebdo, aún se puede manejar o se puede ir de las manos, si no se analiza con lucidez. Según fuentes consultadas, la guerra se activaría con cacerías de musulmanes e incendios de mezquitas. Europa ha criado los chacales, una segunda generación de musulmanes que sienten complejo de culpa por la herejía de sus padres; así que van al frente y vuelven a inmolarse. Es muy difícil luchar contra alguien que entrega su vida como ofrenda a Dios. Demos gracias, suelen decir los responsables de la seguridad, de que entre los millones de musulmanes que hay en Europa los dispuestos al martirio son una ínfima minoría. También creen que dar pasos equivocados podría activar esa bomba atómica llamada matar muriendo.
    En España se siente en el subconsciente las cabalgadas de los moros, pero El Cid está bien enterrado en la nave mayor de la Catedral de Burgos, donde hay escrita una frase de Menéndez y Pidal: "A todos alcanza honra por el que en buena hora nació". Se cerró con siete llaves la tumba de Rodrigo Díaz de Vivar como pedía aquel pelmazo de Joaquín Costa y no hay que vestir de GEO. Sabemos mucho de guerra santa desde niños; en las fiestas del Cristo de Mariana, que es mi pueblo, se celebraba cada 15 de septiembre las luchas entre moros y cristianos, con caballos, turbantes y discursos; tampoco ellos han olvidado.
    Después de tantos siglos de contienda, el llamado Estado Islámico tiene al-Andalus entre sus objetivos de guerra. Los estrategas del terror quieren transformar la melancolía en fanatismo. El recuerdo mítico que siente millones de musulmanes por España lo resumió Cervantes: "Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural". Claro que Cervantes no iba de multicultural o pactista. Perdió un brazo en Lepanto, estuvo cautivo en Argel y tenía mal concepto de los sarracenos; pensaba que eran embusteros, falsarios y quiméricos.
   "Recuperaremos España". En su propaganda incluyen alhambras, mezquitas y castillos y hablan como si la guerra entre ellos y nosotros no hubiera terminado. En realidad la lucha apenas ha tenido tregua. Estuvieron aquí 8 siglos y quieren reiniciar la cabalgada que empezó en el año 711, 80 años después de la muerte de Mahoma, fundador de una religión de una irresistible fuerza de expansión. Cuando Tarik cruzó el Estrecho dio orden de descuartizar a los prisioneros cristianos y mandó cocer sus partes en ollas. Proclamaron el califato y el príncipe de los creyentes residía en Córdoba.
    Cada cierto tiempo sectas islámicas más radicales sentían, como los islamistas europeos de hoy, la traición y la herejía de sus antepasados, entregados a la poesía y al fino. Venían a degollarlos. Fuimos testigos y sufridores de la eterna guerra civil entre sus sectas por el rigorismo y la ortodoxia del Islam. Hemos soportado el terrorismo y sabemos que de todas las tiranías, la religiosa ha sido siempre la más cruel.
RAÚL DEL POZO

Nueva actualización (10-01-2015):
Algunos siguen diciendo que somos los culpables
     Un drama como el de París es también un drama español, porque sabemos que estamos en la misma mirilla que nuestros compañeros. En un editorial de ABC se centraba bien lo que se nos plantea: "Europa debe prevenirse de incurrir en el extremismo opuesto al que representan los asesinos del Charlie Hebdo, pero esa prevención debe ser compatible con no olvidar que se trató de un atentado islamista y con el deber de las comunidades musulmanas de condenar, denunciar y marginar a los autores de estos crímenes. El terrorismo religioso, como el nacionalista -y bien lo sabemos en España-, tiene un caldo de cultivo social en el que se mezclan los que toleran, los que callan, los que comprenden".
    En las mismas páginas, Ignacio Camacho nos recordaba -lo que muchos necesitan- que vamos perdiendo: "Hay una guerra y la podemos perder porque nosotros dudamos y ellos no. (...) Y todavía en Europa domina la idea de que es un problema más grave la islamofobia que el islamismo. Y cuando la barbarie medieval enseña con feroz orgullo las cabezas recién cortadas nos preguntamos en qué nos estamos equivocando y qué hemos hecho mal. Pues es sencillo: nos hemos equivocado al no entender que vienen a por nosotros".
    Pero Luz Gómez, profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Autónoma de Madrid, lo sigue teniendo -en El País, naturalmente- muy claro: la culpa es nuestra: "Europa tiene muchos problemas, pero el islam no es uno de ellos. Sí lo es la tentación de negar el sello de autenticidad europea a amplias capas de su población que hacen de esta religión una seña de identidad primera. (...) Como lo es pedirles a todos los musulmanes que se posicionen cuando se producen atentados. (...) A la clase política europea le sigue costando pronunciar el término islamofobia".
    Una errata -freudiana, pensarían algunos- de El País transformaba curiosamente su editorial: en vez de describir la reacción inicial francesa al atentado como de "sangre fría", decía "sangría fría". Preludio de la sangría caliente que, por el tono del citado texto, el diario parece temerse para fechas próximas.
   Frente a lo melifluo, el latigazo de realidad de Ángela Vallvey en La Razón: "La compañía de algunos nos convierte en besugos. Frecuentar el pensamiento de otros, como Wolinski y sus compañeros de Charlie Hebdo, es una gimnasia mental. Siempre dejaban en evidencia al 'con' (gilipuertas). Hay más 'connards' que pimientos morrones. La prueba es este crimen, cometido bajo el fuego airado de, al menos, un par de 'cons'. El infame rastro del integrismo islámico está hecho de sangre, de inmoralidad. Pero también de estupidez. Ignorar, decía la locución latina, es más que errar. Las fechorías de estos criminales son patéticas, no sólo lamentables y estremecedoras, porque son fruto de su sandez".
VÍCTOR DE LA SERNA