Como escribía Carmen Rigalt esta mañana, "las despedidas son tristes, y la muerte es la despedida por excelencia... Morir es el acto más íntimo de la vida y merece un respeto".
Adolfo Suárez, uno de los muñidores de la Democracia española, primus inter pares de quienes trazaron el camino de la Transición -ese encaje de bolillos cuyas enseñanzas se siguen estudiando en las universidades del mundo-, acaba de fallecer a los 81 años, después de una larga y penosa enfermedad. Será muy difícil (imposible) para quienes vivimos intensamente aquel período, olvidar la figura de Adolfo Suárez.
Descanse, Presidente, y muchas gracias por haber dedicado su vida a intentar hacer más habitable este pobre, cainita y tantas veces desdichado país.
Fragmentos de Trilogía de Madrid
Traía yo, entre las cuatro cartas de recomendación, una para un tal Adolfo Suárez, desconocido y mítico, diluido en la propia vulgaridad de su nombre y prestigiado como secretamente entre el falangismo.
Este Suárez parece que dirigía una cadena de emisoras como del Frente de Juventudes o así, aunque su carrera política se proyectaba ya más lejos.
Ya que no de mi voz literaria, que nadie quería escuchar, iba yo a vivir de mi laringe, si podía, pues que había sido locutor en provincias. La carta para el tal Suárez iba ya tomando la forma de la cadera que no tengo, de tanto ir y venir al despacho donde él nunca estaba.
Una mañana, entrando yo en el portal de la emisora, por detrás de la Gran Vía, reconocí al personaje por cómo le abrían la cancela dorada del ascensor. Subí corriendo la escalera de mármol para coincidir con él en la puerta del piso, y tras él pasé hasta su despacho. Era un hombre joven y moreno que iba dejando tras de sí como un rastro de autoridad o seguridad. Debieron de pensar, incluso, que yo iba con él, porque nadie me dijo nada.
Sentado ya en su mesa, levantó hacia mí sus ojos claros con la sorpresa de encontrarse ante él un desconocido de aspecto entredudoso, y no cualquiera de los lacayos habituales. Le eché la carta blanca y arrugada sobre la carpeta de cuero negro.
Yo diría que la leyó a través del sobre, en un instante.
- Que quiero ser locutor.
(No mucho más que mi voz estaba yo dispuesto a prestar a aquel invento)
Se levantó, dio la vuelta a la mesa y vino hacia mí.
- Necesito algo, estoy sin trabajo, he sido locutor, tengo experiencia, que me hagan una prueba, quiero trabajar.
- No puede usted pedirme nada así a tenazón.
Recuerdo la palabra, vieja palabra castellana, abulense: tenazón.
Me cogió de un brazo, con asustante energía, y me sacó del despacho.
Bajé la escalera de mármol como si me hubieran dado una bofetada. Estaba acostumbrado a negativas blandas, confusas, dilatorias. Era la época en que el Opus Dei llevaba algunos años de reinado cultural y político, tras haber desplazado a la Falange. Por la presión de aquella mano en mi brazo, por el rigor de aquel hombre, por la sequedad de su voz, comprendí que, según los rumores más auspiciativos, el llamado Movimiento estaba volviendo -pronto estallaría el caso Matesa, desarbolando la política y la economía del Opus-, y que había hombres de una energía nueva para hacerse con el poder.
Llevaba en la mano mi vieja cartera de cuero, con recortes, cartas y artículos, y la miré como si no fuese mía.
La Gran Vía volvía a acogerme, inerme y devuelto, sin nada que hacer, salvo sentarme en un banco a mirar los cartelones de los cines y las piernas de las mujeres. Siempre me levantaba unos momentos antes de que los transeúntes comenzasen a echarme monedas.
A tenazón. De modo que a tenazón. Aquellos no eran los modales cremosos y misales del Opus Dei.
Algo iba a pasar.
A tenazón sacaría aquel hombre de ojos claros, siglos más tarde, del Consejo Nacional del Movimiento, Plaza de la Marina Española, a todos los consejeros falangistas, uno por uno. A tenazón.
A tenazón quitaría las inmensas flechas de los Reyes Católicos, el yugo de Alcalá, 44. A tenazón le sacarían a él de su despacho de presidir la historia de España. A tenazón. Qué hermosa palabra castellana, qué fuerte, qué de herrero o herrería.
Un aumentativo de tenaza, supongo.
[...]
Las primeras elecciones generales y democráticas fueron como una quema de brujas en seco, quema a la que asistieron, en la plaza de todos los pueblos del país, incluso los muertos de la guerra civil (ambos bandos), creyendo que eran las fiestas. La guapa gente de derechas no comprendía aquello. Bajaron las persianas con buena cuerda del barrio de Salamanca y Suárez les parecía un rojo porque había legalizado a Santiago Carrillo "a tenazón".
Pero también la resistencia estaba un poco desconcertada, Oliver ya no era de Marsillach, Marcelino Camacho salía de Carabanchel y a su mujer la cogió con un jersey a medio calcetar.
Fue cuando los antifranquistas de posse comprendieron secretamente que ellos no habían nacido para vivir en libertad. Empezaron a secárseles las pilas de todos los timbres que vos apretás, y cerró Cuadernos para el Diálogo. El nacionalcatolicismo dialogante -Gil Robles padre/hijo, Ruiz Giménez- no sacó un voto. La izquierda recreativa descubría, tarde, que María Asquerino, más María que nunca, había dejado el rincón cinematográfico de Oliver por el rincón catalán/madrileño de Boccaccio.
[...]

"A tenazón". Me vino la frase remota de cuando Suárez me echó de su modesto despacho. A tenazón. A tenazón creó un partido de la nada, sin ideologías, sin doctrina. A tenazón ganó unas elecciones, otras, no sé. Y a tenazón cayeron sobre él sus cortesanos y le pusieron en la calle, no sin antes haberle asesinado políticamente, por la espalda, con un puñal de papel de barba. De modo que lo dejaron en la acera, para que se lo llevasen los basureros de la Historia, fue un bocoy vacío, un pellejo de vino sin vino, o con un resto agriado que al propio Suárez debía de saberle a vinagre.
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FRANCISCO UMBRAL