CAPÍTULO XVIII
Únicos casos en que la intolerancia es de derecho humano
Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia. [...]
Uno de los más asombrosos ejemplos de fanatismo lo ha dado una pequeña secta de Dinamarca, cuyo principio era el mejor del mundo. Aquellas gentes querían procurar la salvación eterna a sus hermanos; pero las consecuencias de ese principio eran singulares. Sabían que todos los niños que mueren sin bautismo se condenan y que los que tienen la suerte de morir inmediatamente después de haber recibido el bautismo gozan de la gloria eterna: iban degollando a todos los niños y niñas recién bautizados que podían encontrar; era indudablemente hacerles el mayor bien que se les podía proporcionar; se les preservaba a la vez del pecado, de las miserias de esta vida y del infierno; se les enviaba infaliblemente al cielo. Pero aquellas gentes caritativas no consideraban que no está permitido hacer un pequeño mal por un gran bien; que no tenían ningún derecho sobre la vida de aquellos niños; que la mayor parte de los padres y las madres son lo bastante carnales para preferir tener a su lado a sus hijos e hijas que verlos degollar para ir al paraíso y que, en una palabra, el magistrado debe castigar el homicidio, aunque se haga con buena intención.
Los judíos parecerían tener más derecho que nadie a robarnos y matarnos: porque aunque haya cien ejemplos de tolerancia en el Antiguo Testamento, hay sin embargo algunos ejemplos y algunas leyes rigurosas. Dios les ordenó a veces que matasen a los idólatras, exceptuando únicamente a las jóvenes núbiles: nos consideran idólatras y, aunque los toleramos hoy día, podrían muy bien, si ellos fuesen los amos, no dejar en el mundo más que a nuestras hijas.
Tendrían sobre todo la obligación indispensable de asesinar a todos los turcos; la cosa no se presta a discusión: porque los turcos poseen el país de los etheos, de los jebuseos, de los amorreos, de los jersenios, de los hevenios, de los araceos, de los cineos, de los hamatenios, de los samarios: sobre todos estos pueblos se lanzó el anatema: su país, que tenía más de veinticinco leguas de largo, fue dado a los judíos por varios pactos consecutivos; deben recuperar sus pertenencias; los mahometanos son sus usurpadores desde hace más de mil años.
Si los judíos razonasen así hoy día, es evidente que no habría otra respuesta que condenarlos a todos a galeras. [...]
CAPÍTULO XIX
Relato de una disputa de controversia en China
En los primeros años del reinado del gran emperador Kang-hi, un mandarín de la ciudad de Cantón oyó en su casa un gran ruido que hacían en la casa vecina: preguntó si estaban matando a alguien; se le dijo que eran el capellán de la compañía danesa, un sacerdote de Batavia, y un jesuita que disputaban; los mandó llamar, hizo que les sirvieran té y confituras, y les preguntó por qué se peleaban.
El jesuita le respondió que era muy penoso para él, que siempre tenía razón, tener que habérselas con personas que siempre estaban equivocadas; que al principio había argumentado con la mayor circunspección, pero que, finalmente, se le había acabado la paciencia.
El mandarín les hizo observar, con toda la discreción posible, lo necesaria que es la buena educación en las discusiones, les dijo que en China jamás se discute y les preguntó de qué se trataba.
El jesuita le respondió: "Monseñor, juzgad vos mismo: estos dos caballeros se niegan a someterse a las decisiones del concilio de Trento."
"Eso me extraña", dijo el mandarín. Luego, volviéndose hacia los dos refractarios: "Me parece -les dijo-, señores, que deberíais respetar las opiniones de una gran asamblea; no sé lo que es el concilio de Trento; pero varias personas saben siempre más que una sola. Nadie debe creer que sabe más que los demás y que la razón sólo habita en su cabeza; esto es lo que enseña nuestro gran Confucio1; y si queréis creerme, haréis muy bien en ateneros al concilio de Trento."
El danés tomó entonces la palabra y dijo:
"Monseñor habla con la mayor cordura; nosotros respetamos las grandes asambleas como es debido; por eso somos completamente de la misma opinión que varias asambleas que se han celebrado con anterioridad a la de Trento."
"¡Ah! Si es así -dijo el mandarín-, os pido perdón, bien podríais tener razón. ¿Así que sois los dos de la misma opinión, ese holandés y vos, contra ese pobre jesuita?"
"De ningún modo -dijo el holandés-; este hombre tiene opiniones casi tan extravagantes como las del jesuita que se hace el melifluo con vos; no hay manera de aguantar esto."
"No os comprendo -dijo el mandarín-; ¿no sois los tres cristianos? ¿No venís los tres a enseñar el cristianismo en nuestro imperio? ¿Y no debéis, por consiguiente, tener los mismos dogmas?"
"Ya lo veis, Monseñor -dijo el jesuita-; estas dos personas son enemigos mortales entre sí y discuten ambas contra mí: es por lo tanto evidente que los dos están equivocados y que la razón está de mi lado."
"La cosa no es tan evidente -dijo el mandarín-; podría ser, a pesar de todo, que estuvieseis equivocados los tres; tengo curiosidad de oíros a cada uno por turno."
El jesuita pronunció entonces un discurso bastante largo, durante el cual el danés y el holandés se encogían de hombros; el mandarín no comprendió nada. El danés habló luego; sus dos adversarios le miraron con conmiseración y el mandarín siguió sin comprender nada. El holandés tuvo la misma suerte. Finalmente hablaron los tres a la vez y se dijeron grandes insultos. Al buen mandarín le costó mucho trabajo calmarlos, y les dijo: "Si queréis que se tolere aquí vuestra doctrina, empezad por no ser vosotros ni intolerantes ni intolerables."
A la salida de la audiencia el jesuita encontró a un misionero dominico; le dijo que había ganado su causa, afirmándole que la verdad siempre triunfa. El dominico le dijo: "Si yo hubiese estado allí, no la habríais ganado; os habría dejado convicto de mentira e idolatría." La discusión se acaloró, el dominico y el jesuita se agarraron de los pelos. El mandarín, informado del escándalo, mandó a los dos a la cárcel. Un submandarín dijo al juez: "¿Cuánto tiempo quiere Vuestra Excelencia que permanezcan encerrados?" "Hasta que se pongan de acuerdo", dijo el juez. "¡Ah!", dijo el submandarín, "entonces se quedarán en la cárcel toda la vida". "Pues bien", dijo el juez, "hasta que se perdonen". "No se perdonarán jamás", le replicó el submandarín; "los conozco bien". "¡Bueno!", dijo el mandarín, "entonces, hasta que finjan perdonarse".
VOLTAIRE
1 Confucio (551-479), filósofo y político chino que reformó tanto las costumbres como la administración de su patria. Su ética hace hincapié en la fidelidad hacia los valores tradicionales, sin necesitar fundamentarlos en especulaciones religiosas o metafísicas. Cuando Voltaire habla de Confucio en El filósofo ignorante, nos dice que "se limitó a reunir en un epítome las antiguas leyes de la moral".
La resurreción de Voltaire - Álex Vicente (El País)
Continuará...
La resurreción de Voltaire - Álex Vicente (El País)
Continuará...
8 comentarios:
Infalibles mentes caritativas. Es que en nombre de la caridad, la razón, la libertad y los más nobles ideales se siguen cometiendo... Volvé Voltaire, ya ni siquiera fingir que comprendemos nos sirve, y así estamos. Todo debe ser nuevamente explicado.
Exacto, todo debe ser explicado otra vez, y una y mil veces. Cuántos despropósitos se han perpetrado en nombre de la libertad, porque el concepto de libertad no es para todos igual. Una palabra violada hasta la extenuación por unos y por otros.
Oh libertad informatizada.
Por ejemplo.
Este relato de una disputa de controversia en China es genial, auténtico.
Voltaire. Sabía de lo que hablaba.
Me entero tarde, pero Feliz Cumpleaños, Juan!!!
Muchas gracias, lo Voltaire no quita lo valiente, o viceversa.
Seguiremos cumpliendo años, con permiso de... la naturaleza.
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