Chuck Berry - The Legend

lunes, 31 de agosto de 2015

VIVIR SU PROPIA VIDA, MORIR SU PROPIA MUERTE

   Tony Cicoria tenía cuarenta y dos años, hacía deporte y era fuerte. Había sido jugador de fútbol americano en la universidad y se había convertido en un cirujano ortopédico bien considerado en una pequeña ciudad al norte de Nueva York. Una tarde de otoño se hallaba en un pabellón junto al lago para una reunión familiar. El día era agradable, con brisa, pero observó unas cuantas nubes de tormenta a lo lejos; parecía que venía lluvia.
    Se fue a un teléfono público que había delante del pabellón para llamar a su madre (esto ocurrió en 1994, antes de la era de los teléfonos móviles). Aún recuerda cada segundo de lo que ocurrió a continuación: "Estaba hablando con mi madre por teléfono. Llovía un poco, se oyó un trueno a lo lejos. Mi madre colgó. El teléfono se encontraba a un paso de mí cuando me alcanzó. Recuerdo el destello de luz que salió del teléfono. Me golpeó en la cara. Lo siguiente que recuerdo era que volaba hacia atrás."
    A continuación -pareció vacilar antes de contármelo- "volé hacia adelante. Perplejo, miré a mi alrededor. Vi mi cuerpo en el suelo. Me dije: 'Mierda, estoy muerto'. Vi que la gente se reunía en torno al cuerpo. Vi una mujer -había estado esperando a mi lado para usar el teléfono- que se inclinaba sobre mi cuerpo, me hacía la resucitación cardiopulmonar [...] Floté escaleras arriba: mi conciencia venía conmigo. Vi a mis hijos, comprendí que no les pasaría nada. Luego me rodeó una luz blancoazulada, una enorme sensación de paz y bienestar. Lo mejor y lo peor de mi vida pasó ante mí a gran velocidad. Pero sin ninguna emoción [...], puro pensamiento, puro éxtasis. Tenía la percepción de estar acelerando, de que algo me atraía... de que había velocidad y dirección. Entonces, mientras me decía a mí mismo: 'Esta es la sensación más maravillosa que he tenido'... ¡PAM! Ya estaba de vuelta".

Y ustedes se preguntarán: ¿de qué literato es este texto, que parece que me suena?
Pues les diré que no es de ningún literato (aunque depende cómo se mire), sino de un científico, y uno de los más reputados y queridos. El autor es el neurólogo, escritor y divulgador Oliver Sacks, que acaba de fallecer en Nueva York a los 82 años. Aunque nacido en Londres de una familia judía ortodoxa y graduado en Oxford en 1958, desarrolló prácticamente toda su carrera en Estados Unidos, básicamente en Nueva York.
En sus ensayos trató de explicar qué es lo que hace único al ser humano, exponiendo sus observaciones no en términos puramente científicos, sino mostrando las experiencias individuales y los sentimientos de cada paciente. Esto se refleja nítidamente en sus libros, a medio camino entre la ciencia y la literatura, incluso la poesía, lo que ha hecho que sus seguidores sean legión, algo muy poco habitual en un científico.
Lúcido hasta el final, dejó esta despedida en el New York Times en febrero de este año, cuando supo que su cáncer no tenía remedio:

De mi propia vida
Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado 2%.

Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida.

"Imagino un rápido deterioro", escribió. "Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros".

He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los 80 años, y esos 15 años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados.

Hume continuaba: "Soy... un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones".

En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones.

Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo: "Es difícil", escribió, "sentir más desapego por la vida del que siento ahora".

En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.

Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento.

Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto).

De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global.

No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos.

Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.

No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.

Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

domingo, 23 de agosto de 2015

NADA POR AQUÍ, NADA POR ALLÁ, O LA CIENCIA COMO MAGIA

¿Cuántas veces, en momentos comprometidos, ha deseado usted que le tragase la tierra? O, dicho de otro modo, ¿cuántas veces le hubiese gustado ser invisible, aunque fuese por un momento? Pues, cuidado, porque sus deseos están en un tris de hacerse realidad.

En 2003, el matemático chileno Gunther Uhlmann, doctor en Matemáticas por el Instituto Tecnológico de Massachusetts, postdoctorado en Harvard y ganador del premio Bôcher, uno de los principales galardones de la Sociedad Estadounidense de Matemáticas, publicó un estudio científico en el que detallaba las ideas teóricas de la invisibilidad (¡!) Sirviéndose de ecuaciones matemáticas (¡Ah, las Matemáticas, base de todo...!), Gunther consiguió definir las propiedades que debería tener un material para que no absobiera ni reflejara la luz y, por tanto, fuese invisible. "La técnica consiste en hacer una capa de invisibilidad a lo Harry Potter, que tenga propiedades tales que puedan desviar la luz, de manera que lo que haya adentro sea invisible para el ojo humano", dice el ¿visionario? Uhlmann. Naturalmente, ese tipo de material no se encuentra en la naturaleza. Para conseguirlo sería necesario crear lo que el matemático bautizó como "un agujero blanco", que permitiera desviar los rayos de luz de tal manera que al observador le pareciese estar delante de un espacio vacío. En este sentido, es clave el concepto de refracción, o cambio de dirección que experimenta una onda al pasar de un medio material a otro. Parece que Uhlmann y su equipo de investigadores han logrado acotar las condiciones necesarias para generar el índice de refracción que permita convertir un objeto en invisible para el ojo humano. Gunther asegura que este concepto, propio de la ciencia ficción, ya es una realidad, y que además su desarrollo permitirá crear "mantos de inhibición sísmica" para proteger a las ciudades de los terremotos. Si viviese H. G. Wells estaría encantado.
Podría parecer que Gunther Uhlmann es un iluminado ("La ciencia está mucho más cerca de la magia de lo que nos imaginamos", dice) y que quiere sacar provecho de sus sorprendentes investigaciones, pero no: Uhlmann es defensor a ultranza del libre acceso a la ciencia, de modo que nunca ha patentado sus descubrimientos. "Me parece que los descubrimientos pertenecen a todo el mundo y no a mí particularmente: uno es producto de la sociedad en la que vive. ¿Por qué algo que salió de eso va a ser patentado? La ciencia tiene que estar disponible para el todo el mundo", dice el bueno de Uhlmann.
Veremos lo que da de sí y cómo se utiliza (esa es otra) esta investigación, que por cierto no es ninguna tontería, aunque a quienes no están familiarizados con la ciencia se lo parezca. Mejor dicho, si todo sigue su curso, no veremos. Es igual, como diría el castizo, para lo que hay que ver...