Se han dicho tantas cosas, se ha escrito tanto sobre Bob Dylan, que cualquier cosa que se añada sonará superflua.
Dejemos, pues, que sea el propio Dylan quien nos cuente lo que quiera.
FRAGMENTOS DE "CRÓNICAS" - BOB DYLAN, 2004
2. LA TIERRA PERDIDA
Me incorporé en la cama y miré en derredor. La cama era en realidad un sofá del salón. El radiador de hierro emitía ondas de calor. Sobre el hogar, me miraba el retrato enmarcado de un colono con peluca. Junto al sofá había un armario de madera sobre columnas acanaladas, y cerca de éste, una mesa oval con cajones redondeados, una silla en forma de carretilla y un pequeño escritorio revestido con madera de palisandro con cajones que se abrían hacia abajo. También había un asiento posterior de coche tapizado y con muelles que hacía las veces de diván, un sillón bajo de respaldo semi ovalado y brazos en voluta, una espesa alfombra francesa en el suelo, una luz plateada que se colaba por entre las persianas y tablones pintados que hacían resaltar los contornos del techo.
La estancia olía a ginebra y tónica. El apartamento estaba en el piso superior de un edificio sin ascensor de estilo neoclásico cercano a la calle Vestry, por debajo de Canal y próximo al río Hudson. En la misma manzana estaba Bull's Head, una bodega en la que en su día solía beber John Wilkes Booth, el Bruto americano. Estuve allí una vez y vi su espectro en el espejo; un espíritu ominoso. Paul Clayton, un cantante folk amigo de Van Ronk, un tipo afable, triste y melancólico que probablemente había sacado unos treinta discos pero era completamente desconocido para el público estadounidense -un intelectual, estudioso y romántico con un saber enciclopédico sobre el mundo de las baladas-, me había presentado a Ray Gooch y Chloe Kiel, los ocupantes de la casa. Me acerqué a la ventana y dirigí la vista a las calles blancas, grises, y luego hacia el río. El aire era de un frío cortante, siempre bajo cero, pero el fuego en mi mente, una veleta que giraba sin cesar, no se extinguía. Era media tarde, y Ray y Chloe habían salido.
Ray venía de Virginia y tenía unos diez años más que yo. Me recordaba a un lobo viejo, demacrado y herido en batalla. Entre sus ascendientes había obispos, generales e incluso un gobernador colonial. Era un inconformista, contrario a la integración de los negros, un nacionalista sureño. Él y Chloe vivían allí como a escondidas. Ray parecía un tipo salido de una de las canciones que yo cantaba, alguien con muchas vivencias y aventuras amorosas a sus espaldas; se había movido y conocía muy bien el país y su situación. Aunque ya existía una corriente subterránea de agitación que en pocos años convulsionaría las ciudades americanas, a Ray todo aquello le interesaba poco; decía que la auténtica acción estaba "en el Congo".
Chloe tenía el cabello rojizo con tonos dorados, ojos color de avellana, una sonrisa ilegible, rostro de muñeca, un cuerpo que lo superaba, las uñas pintadas de negro. Trabajaba como encargada del guardarropa en Egyptian Gardens, un local con bailarinas del vientre en la Octava Avenida, y también posaba como modelo para la revista Cavalier. "Siempre he trabajado", decía. Vivían como marido y mujer, o como hermanos o primos; era difícil saberlo, pues sencillamente vivían allí, juntos. Chloe tenía una visión primaria del mundo, siempre decía cosas incoherentes que cobraban sentido de manera críptica. Cierta vez me aconsejó que me aplicara sombra de ojos porque protegía contra el mal de ojo. Cuando le pregunté quién querría echarme mal de ojo, me contestó: "Perico de los Palotes". Según ella, Drácula gobernaba el mundo y era el hijo de Gutenberg, el tipo que inventó la imprenta.
Por mi condición de heredero de la cultura de los años cuarenta y cincuenta, ese tipo de charla no me importunaba. Gutenberg también era un individuo que podría haber salido de una canción folk. A efectos prácticos, la cultura de los cincuenta era como un juez en sus últimos días en activo. Estaba a punto de retirarse. Antes de que pasaran diez años, lucharía por resurgir y acabaría desplomándose. Las canciones folk estaban tan incrustadas en mi mente como una religión, así que no importaba. La canción folk trascendía la cultura inmediata.
Antes de trasladarme a mi propia casa, me alojé prácticamente por todo el Village. En algunos lugares sólo me quedaba una noche o dos; en otros, varias semanas o más. Residí durante mucho tiempo en casa de Van Ronk. Y probablemente pasé en la calle Vestry, entrando y saliendo, más tiempo que en ningún otro sitio. Me gustaba estar en casa de Ray y Chloe. Me sentía a gusto. Ray era de buena familia; incluso había estudiado en la academia militar de Camden, en Carolina del Sur, que abandonó, movido por "una aversión declarada y total". También había sido "expulsado con gratitud" del Divinity School de Wake Forest, una universidad religiosa. Podía recitar de memoria parte del Don Juan de Byron, así como algunos hermosos versos de Evangeline, el poema de Longfellow. Era empleado de una fábrica de herramientas y troqueles de Brooklyn, pero antes de eso pasó una época a la deriva, había trabajado en una planta de Studebaker en South Bend y también en un matadero de Omaha. Una vez le pregunté cómo era aquello.
"¿Has oído hablar de Auschwitz?". Claro, ¿ quién no? Era uno de los campos de exterminio nazis en Europa, y Adolf Eichmann, jefe de la sección de "asuntos judíos" de la Gestapo, había sido procesado recientemente en Jerusalén. Consiguió escapar tras la guerra, y los israelíes lo habían capturado en una parada de autobús en Argentina. Su juicio levantó un gran revuelo. En el estrado, Eichmann declaró que él se había limitado a cumplir órdenes, pero los fiscales no tuvieron problema en demostrar que llevó a cabo su misión con entusiasmo y celo monstruosos. Se le había declarado culpable, y ahora estaba pendiente de sentencia. Se hablaba mucho de salvarle la vida, incluso de mandarlo de regreso a Argentina, pero habría sido una locura. Aun si lo liberaban, no habría durado una hora. El Estado de Israel se reservaba el derecho de actuar como heredero y albacea de todos los que habían perecido en la solución final. El proceso era un recordatorio al mundo entero de lo que condujo a la fundación del Estado de Israel.
Yo nací en la primavera de 1941. La Segunda Guerra Mundial ya asolaba Europa, y Estados Unidos pronto intervendría en ella. El mundo estaba saltando en mil pedazos, y el caos recibía a los recién llegados con un puñetazo en la cara. Si estabas vivo, aunque hubieses nacido hacía poco, notabas en el ambiente que el viejo mundo estaba desapareciendo para ceder el paso al nuevo. Era como retrasar el reloj hasta el momento en que a. C. se convirtió en d. C. Todos los que nacimos por aquel entonces formábamos parte de ambos mundos. Hitler, Churchill, Mussolini, Stalin, Roosevelt, figuras imponentes que el mundo no volvería a dar, hombres que confiaban en su propia determinación, para bien o para mal, todos preparados para actuar a solas, sin buscar la aprobación de nadie, indiferentes a la riqueza y al amor, tenían en sus manos el destino de la humanidad y estaban reduciendo el mundo a cenizas. De la estirpe de Alejandro, Julio César, Gengis Kan, Carlomagno y Napoleón, se repartieron la tierra como una cena suculenta. Da igual si se peinaban con la raya en medio o iban tocados con casco vikingo; nadie se interpondría en su camino ni les plantaría cara: eran bárbaros despiadados que estaban asolando la tierra y perfilando el mapa a martillazos. [...]
En 1951 yo iba a la escuela primaria. Una de las cosas que nos enseñaban era a escondernos y buscar refugio bajo nuestros pupitres cuando sonaban las alarmas antiaéreas porque los rusos podían bombardearnos. También nos decían que podían saltar sobre la ciudad en paracaídas en cualquier momento. Eran los mismos rusos en cuyo bando habían luchado mis tíos pocos años antes. Ahora se habían convertido en monstruos que iban a degollarnos y a quemarnos vivos. Resultaba curioso. Un ambiente de temor constante acaba por arrebatarle el espíritu infantil a quien se cría en él. Una cosa es asustarse cuando a uno lo apuntan con una pistola, y otra muy distinta temer algo que no es del todo real. Sin embargo, mucha gente se tomaba en serio la amenaza, y al final uno se contagiaba. Era fácil caer víctima de su extravagante fantasía.
En la escuela tenía los mismos profesores que había tenido mi madre. Habían sido jóvenes en la época de ella y eran ya mayores en la mía. En la clase de historia de Estados Unidos nos enseñaban que los comunistas no podrían destruir América únicamente con armas o bombas, sino que tendrían que destruir también la Constitución, el documento sobre el que se había fundado este país. No es que eso cambiara gran cosa. Cuando se disparaban las sirenas, tenías que acurrucarte de todas maneras bajo el pupitre, boca abajo, sin mover un dedo y sin hacer el menor ruido. Como si eso pudiera salvarte de las bombas. La amenaza de aniquilación era algo aterrador. No sabíamos qué les habíamos hecho para que se enfadaran tanto. Nos aseguraban que los rojos, sedientos de sangre, rondaban por todas partes. ¿Dónde estaban mis tíos, los defensores del país? Pues ocupados tratando de salir adelante, trabajando, ganando todo el dinero que podían y esforzándose por estirarlo. ¿Cómo iban a saber lo que sucedía en las escuelas, el miedo que se inculcaba a los alumnos?
En la escuela tenía los mismos profesores que había tenido mi madre. Habían sido jóvenes en la época de ella y eran ya mayores en la mía. En la clase de historia de Estados Unidos nos enseñaban que los comunistas no podrían destruir América únicamente con armas o bombas, sino que tendrían que destruir también la Constitución, el documento sobre el que se había fundado este país. No es que eso cambiara gran cosa. Cuando se disparaban las sirenas, tenías que acurrucarte de todas maneras bajo el pupitre, boca abajo, sin mover un dedo y sin hacer el menor ruido. Como si eso pudiera salvarte de las bombas. La amenaza de aniquilación era algo aterrador. No sabíamos qué les habíamos hecho para que se enfadaran tanto. Nos aseguraban que los rojos, sedientos de sangre, rondaban por todas partes. ¿Dónde estaban mis tíos, los defensores del país? Pues ocupados tratando de salir adelante, trabajando, ganando todo el dinero que podían y esforzándose por estirarlo. ¿Cómo iban a saber lo que sucedía en las escuelas, el miedo que se inculcaba a los alumnos?
Ahora todo aquello se había acabado. Yo estaba en Nueva York, con o sin comunistas. Probablemente había muchos por allí. Y cantidad de fascistas también. El lugar estaba lleno de aspirantes a dictadores de izquierdas y de derechas, radicales de todo pelaje. Se decía que la Segunda Guerra Mundial había supuesto el principio del fin de la era de la Ilustración, pero a mí no me lo parecía. Yo seguía inmerso en ella. De algún modo, los recuerdos y sensaciones de todo aquello permanecían vivos en mi cabeza. Había leído a esa gente -VoItaire, Rousseau, John Locke, Montesquieu, Lutero; visionarios, revolucionarios... Era como si los conociera, como si hubieran estado viviendo en mi patio trasero. [...]
Estaba familiarizado con el paso de los trenes desde mi primera infancia, por lo que verlos y oírlos siempre me infundía una sensación de seguridad. Los grandes furgones, los vagones que transportaban mineral de hierro, los trenes de mercancías o de viajeros, los coches cama. En mi ciudad natal no podía uno ir a ninguna parte sin tener que parar en un paso a nivel y esperar a que pasaran los largos trenes. Las vías cruzaban los caminos y corrían también paralelas a ellos. El sonido de los trenes a lo lejos me hacía sentir más o menos como en casa, como si no me faltara nada, como si me hallara en un lugar tranquilo, libre de amenazas importantes, como si todo encajara. [...]
El día de San Valentín, fiesta de los enamorados, había llegado y se había ido sin que me diera cuenta. No tenía tiempo para el amor. Me alejé de la ventana, a través de la cual brillaba el sol invernal, crucé el salón, me acerqué al hornillo y me preparé una taza de chocolate caliente que me serví y encendí el transistor.
Me gustaba pasar de una emisora a otra para ver qué pescaba. Al igual que los trenes y las campanas, la radio formaba parte de la banda sonora de mi vida. Estuve moviendo el dial arriba y abajo hasta que la potente voz de Roy Orbison salió de los pequeños altavoces. Running Scared, su nueva canción, atronó el salón. Últimamente, me interesaba escuchar canciones con connotaciones folk. Ya había oído algunas en el pasado: Big Bad John, Michael Row the Boat Ashore, A Hundred Pounds of Clay. Brook Benton había convertido Boll Weevil en un éxito del momento. The Kingston Trio y Brothers Four conseguían que les dedicaran bastante tiempo en antena. Me gustaba The Kingston Trio. Pese a su estilo pulido y universitario, me agradaba la mayor parte de su material, canciones como Getaway John, Rememeber the Alamo, y Long Black Rifle. Siempre acababa por abrirse camino alguna canción de tinte folk. Endless Sleep, el tema de Jodie Reynolds que había pegado fuerte antes, era folk hasta en carácter. Orbison, no obstante trascendía todos los géneros; folk, country, rock and roll, lo que fuera. Su material mezclaba todos los estilos e incluso algunos que no se habían inventado siquiera. Podía adoptar un tono agresivo y perverso en un verso y luego cantar con voz de falsete a lo Frankie Valli en el siguiente. Con Roy no sabías si estabas escuchando ópera o a una banda de mariachis. Te mantenía alerta. Todo en él era muy visceral. Sonaba como si cantara desde la cima del monte Olimpo y realmente se lo creyera. Una de sus primeras canciones, Ooby Dooby, se había hecho bastante popular mucho antes, pero la nueva no tenía nada que ver. [...] Interpretaba ahora sus composiciones aprovechando su extensión vocal de tres o cuatro octavas que te daba ganas de arrojarte en coche por un acantilado. Cantaba como un criminal profesional. Por lo general, empezaba en un tono grave, casi inaudible, y se mantenía allí hasta que, de pronto, se entregaba al histrionismo. Tenía una voz capaz de sacudir un cadáver y dejarte musitando algo como: "Tío, no me lo puedo creer". Había canciones dentro de sus canciones. Pasaban del modo menor al mayor sin lógica alguna. [...] Aparte quizá de George Jones, tampoco me gustaba la música country. [...]
Elvis Presley. Ya nadie lo escuchaba. Habían pasado años desde su irrupción en el panorama musical con su estilo novedoso que elevaba las canciones a otra órbita. Yo seguía poniendo la radio, más por hábito inconsciente que por otra cosa. Tristemente, todo lo que oía no era más que un tazón de leche caliente con azúcar sin un ápice del espíritu de la época, a lo doctor Jekyll y mister Hyde. Las ideologías callejeras de On the Road, Howl y Gasoline que empezaban a marcar un nuevo tipo de experiencia vital no estaban allí, pero ¿cómo iban a estarlo? Los discos de 45 revoluciones por minuto no daban para tanto.
Yo ansiaba grabar un disco, pero no sencillos, el tipo de canciones que pinchaban en la radio. Los cantantes de folk, los artistas de jazz y los intérpretes de música clásica hacían LP, discos de larga duración con cantidad de canciones sobre el vinilo, y con ello forjaban identidades e inclinaban la balanza, ofrecían un cuadro más extenso. Los LP eran como la fuerza de gravedad. Tenían tapas, delante y detrás, que podías contemplar durante horas. A su lado, los discos de 45 revoluciones parecían insustanciales e incompletos. Se amontonaban en pilas y presentaban un aspecto intrascendente. En cualquier caso, en mi repertorio no había canciones aptas para la radio comercial. Las letras sobre contrabandistas depravados, madres que ahogan a sus propios hijos, Cadillacs que consumen cuatro litros cada ocho kilómetros, inundaciones, incendios en sedes de sindicatos o las tinieblas y cadáveres en el fondo del río no eran para radioyentes típicos. No había nada plácido en las canciones que yo interpretaba. No eran pegadizas ni melifluas. No transcurrían de principio a fin sin sobresaltos. Se puede decir que no eran comerciales. Además, mi estilo, demasiado errático, no era fácil de encasillar para la radio, y yo atribuía a mis canciones una importancia mayor que la de un mero pasatiempo. Las consideraba mi preceptor y guía hacia una conciencia alterada de la realidad, hacia otra república, una república liberada. Treinta años más tarde, Greil Marcus, el historiador de la música, la llamaría "la república invisible". En cualquier caso, no es que yo fuera contrario a la cultura popular ni nada parecido, y tampoco tenía afán de agitar conciencias. Lo que ocurría es que para mí la cultura mayoritaria era relamida, un engaño. Me recordaba a la capa lisa de escarcha que recubría la calle y que te obligaba a usar un calzado incómodo para caminar por ella. [...]
Apagué la radio, atravesé la sala, vacilé por un instante y puse el televisor en blanco y negro. Estaban dando la serie del Oeste Wagon Train. Las imágenes parecían centellear desde un país lejano. También lo apagué y me fui a otra habitación, una sin ventanas con la puerta pintada; una caverna oscura con una biblioteca hasta el techo. Encendí la luz. La presencia abrumadora de la literatura que se respiraba en ese cuarto te empujaba de forma implacable a abandonar tu pasión por la idiotez. Las referencias culturales con las que había crecido me habían dejado el cerebro tiznado de hollín. Brando, James Dean, Milton Berle, Marilyn Monroe, Lucy, Earl Warren y Jruschov; Castro, Little Rock y Peyton Place; Tennessee Williams y Joe DiMaggio; J. Edgar Hoover y Westinghouse; los Nelson, los hoteles Holiday Inn y los Chevrolets; Mickey Spillane y Joe McCarthy; Levittown.
En aquel cuarto todo eso quedaba reducido a una broma. Allí había de todo, volúmenes sobre tipografía, epigrafía, filosofía, ideologías políticas. Material que hacía que te saltaran los ojos de las órbitas. Libros como El libro de los mártires, de Juan Foxe, Los doce césares, los discursos de Tácito y las epístolas a Bruto. El estado ideal de la democracia, de Pericles, El general ateniense, de Tucídides, un relato que producía escalofríos. Escrito cuatrocientos años antes de Cristo, sostiene que la naturaleza humana es siempre enemiga de los valores superiores. Tucídides muestra cómo ha cambiado el significado de las palabras hasta sus días, y de qué modo las acciones y las opiniones pueden dar un giro de ciento ochenta grados en un abrir y cerrar de ojos. Me daba la impresión de que nada había cambiado de su época a la mía.
Había novelas de Gógol y Balzac, Maupassant, Hugo y Dickens. Normalmente, abría algún libro por la mitad, leía unas pocas páginas y si me gustaba empezaba por el principio. Materia Medica (causas y curas para las enfermedades) era muy bueno. Buscaba llenar con aquellas lecturas las lagunas que había en mi educación. A veces abría un libro y encontraba una nota garabateada a mano, como en El príncipe de Maquiavelo, donde alguien había escrito: "El espíritu del buscavidas". "El hombre cosmopolita", podía leerse en la cubierta del Infierno de Dante. Los libros no estaban dispuestos según un orden particular ni por temas. El contrato social de Rousseau estaba junto a la Tentación de san Antonio, y Las Metamorfosis de Ovidio, espeluznante cuento de terror, junto a la autobiografía de Davy Crockett. Hileras interminables de libros: el de Sófocles sobre la naturaleza y la función de los dioses, que explica por qué existen dos sexos únicamente. Alejandro Magno marcha sobre Persia; cuando la conquista, a fin de mantenerla bajo su dominio, anima a todos sus hombres a casarse con lugareñas. Gracias a eso, jamás tuvo problemas con la población, ni se vio obligado a aplastar revueltas u otras cosas por el estilo. Alejandro sabía cómo hacerse con el control absoluto. También estaba la biografía de Simón Bolívar. Me apetecía devorar todos esos libros, pero para ello tendría que haber estado recluido en un asilo o algo parecido. Leí parte de El ruido y la furia; no lo pillé del todo, pero Faulkner tenía fuerza. Eché un vistazo al libro de Alberto Magno, el tipo que mezclaba teorías científicas con teología. Comparado con Tucídides, era una lectura ligera. Me imaginaba a Magno como un tipo con insomnio que escribía sus cosas bien entrada la noche con la ropa adherida a un cuerpo húmedo y pegajoso. Muchos de esos libros eran demasiado voluminosos para resultar manejables, como zapatos gigantes para gente con pies enormes. Leí sobre todo los de poesía. Byron y Shelley y Longfellow y Poe. Memoricé el poema de Poe The Bells y busqué un acompañamiento para él con la guitarra. Había un libro sobre Joseph Smith, el auténtico profeta americano que se identifica a sí mismo con el Enoch bíblico y dice que Adán es el primer hombre-dios. Todo eso también palidece en comparación con Tucídides. Aquellos libros parecían sacudir el cuarto de manera nauseabunda y enérgica. Las palabras de La vita solitaria de Leopardi se me antojaban salidas del tronco de un árbol, sentimientos desolados e infrangibles.
Había un libro de Sigmund Freud, el rey del subconsciente, llamado Más allá del principio del placer. Lo estaba hojeando cuando Ray entró, lo vio y comentó: "Los mejores en ese campo trabajan para agencias de publicidad. Venden humo". Repuse el libro en el estante y ya no lo volví a agarrar. Pero leí una biografía de Robert E. Lee. Su padre, que había salido desfigurado de un altercado (le habían echado lejía en los ojos) abandonó a su familia para irse a las Antillas. Robert E. Lee había crecido sin padre, pero se acabó convirtiendo en alguien. No sólo eso, sino que fue únicamente su palabra lo que impidió que Estados Unidos entrara en una guerra de guerrillas que probablemente habría durado hasta hoy. Los libros eran algo fantástico. Sin duda. Leía muchos pasajes en voz alta, degustando el sonido de las palabras, el lenguaje. Recuerdo el poema de protesta de Milton De la última matanza del Piamonte, unos versos políticos acerca del asesinato de inocentes por obra del duque de Saboya, en Italia. Eran como letras de canciones folk, incluso más elegantes.
Todas las obras rusas que había en aquella biblioteca tenían una presencia especialmente tenebrosa. Estaban los poemas políticos de Pushkin, considerado un revolucionario. Murió en un duelo en 1837. Había un libro del conde León Tolstoi, cuya finca -la hacienda familiar, donde educaba a los campesinos- yo visitaría unos veinte años más tarde. Se encontraba a las afueras de Moscú, y fue donde se instaló en los últimos días de su vida, renegando de sus escritos y rechazando toda forma de guerra. Cierto día, con ochenta y dos años, dejó una nota a la familia pidiéndoles que lo dejaran en paz y se adentró en los bosques nevados. Unos días después hallaron su cadáver. Había muerto de neumonía. El guía turístico me dejó montar en su bicicleta. También Dostoievski había llevado una vida dura y sombría. El zar lo envió a un campo de prisioneros en Siberia en 1849. Se le acusaba de escribir propaganda socialista. Finalmente, se le concedió el perdón y escribió para mantener alejados a sus acreedores. A principios de los años setenta, yo hacía exactamente lo mismo. [...]
Traducción de Miquel Izquierdo
BOB DYLAN
Continuará...
2 comentarios:
En mi mesa de luz desde que lo traje a casa. Casi todas las noches leo algún pasaje. Instantáneas de la vida y obra de Bobby. Afortunadamente está llegando Crónicas II y dicen que tiene un tercer volumen en preparación. Ojalá.
Crónicas I lo tengo en casa en edición digital desde hace unos cuantos meses, me lo pasó Gatopardo. Lo estoy leyendo ahora, qué mejor momento.
En fin, y luego hay quien dice que Dyaln no es escritor.
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